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Actualizado: 22 de mayo de 2025


Sólo su padre le asistía. Ninguno de la familia podía verle. Iba la Nela a preguntar por el enfermo cuatro o cinco veces; pero no pasaba de la portalada, aguardando allí hasta que salieran el Sr. D. Manuel, su hija o cualquiera otra persona de la casa. La señorita, después de darle prolijas noticias y de pintar la ansiedad en que estaba toda la familia, solía pasear un poco con ella.

Al cabo de este tiempo percibió un rechinamiento, como el de una gran llave dentro de una inmensa cerradura; después el sonido de un barrote de hierro rebotando por un extremo sobre otro cuerpo menos duro; después el chirrido de unos goznes roñosos..., y, por último, vió la luz de un farol muy ahumado, a cuyos débiles resplandores pudo observar que se había abierto enfrente una portalada.

Pero cuando en lugar de los cabellos de la Ninfa, vió, atropellando las enmarañadas árgomas, madreselva, espinas, zarzas, juncias y ortigas, las afiladas astas de un novillo de cuatro años, descendiendo de la sublime región adonde se había elevado con sus pensamientos, á la clásica morada de los revolcones y de los ojales en la piel, despojóse hasta de sus libros para mayor desembarazo, y no paró de correr hasta la portalada de los Seturas.

Rafael quedó anonadado. Vio cómo se dirigió a la portalada del santuario llamando a la doncella. Cada uno de sus pasos, cada balanceo de las arrogantes caderas, parecía levantar un obstáculo entre ella y Rafael.

Fué un día en que doña Rebeca, la única hermana de don Manuel, residente en un pueblo próximo, llegó a Luzmela de visita. Atravesaba la niña por el corral con su bella actitud tranquila cuando la dama se apeó de un coche en la portalada.

En la escalera tropezó a Narcisa y la empujó, dejándola pegada a la pared, con la boca abierta. Atravesó la casa en una desalentada carrera, bajó al corral y a poco la portalada roja se cerraba con estrépito detrás de la niña de Luzmela. En pleno campo corrió sin tino, huyendo siempre....

Acordéme entonces de Neluco y de Chisco, y supuse que la casa del primero sería una grande, de «cuatro aguas», que no distaba mucho del camino; y supuse bien, según respuesta que dio a una pregunta que le hice, un muchachuco más guapo que limpio de cara y de vestido, que jugaba, con otros de pelaje aún más humilde, en una brañuca próxima a la portalada.

Siguiéndole yo siempre, salimos por la ancha portalada característica de todas las casas solariegas de la Montaña; entramos en una verde y entoldada calleja, y al llegar á la iglesia que estaba cerca, nos sentamos en un rústico banco detrás de ella y bajo una viejísima y copuda cajiga.

Hay una diminuta catedral, una microscópica obispalía, vetustos caserones con la portalada redonda y zaguanes sombríos, conventos de monjas, conventos de frailes. A la entrada de la ciudad, lindando con la huerta, los jesuitas anidan en un palacio plateresco; arriba, en lo alto del monte, dominando el poblado, el Seminario muestra su inmensa mole.

Con su presa en el morral, salió otra vez al camino que antes llevaba; y echándose la escopeta al hombro, marchó á largos pasos hacia su casa, pues ya había oído tocar á mediodía y no le gustaba hacer esperar á don Silvestre que de fijo, estaría arrimando las sillas á la mesa. Cerca ya de la portalada del mayorazgo, oyó un estrepitoso ruido.

Palabra del Dia

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