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Actualizado: 26 de mayo de 2025
En el jardín del convento próximo, dos monjas de toca blanca han estado mirándome y hablando entre ellas. ¡Qué idea más rara deben formarse de un marino estas pobres mujeres que no han salido jamás fuera de las tapias de su huerta. Enfrente veo las casas solariegas contempladas por mí en la infancia, tristes, viejas, negras.
Contemplo estas casas solariegas, grandes y negras, con su alero ancho y artesonado; me meto por las callejuelas de pescadores, empinadas y tortuosas. Algunas de estas calles tan pendientes tienen tres y cuatro tandas de escaleras; otras están cubiertas y son pasadizos en zig-zags.
Sería algún indiano averiado por los ardores tropicales, o mayorazgo rústico y solitario de los que vivían en sus casas solariegas. Sin necesidad de que su padre se lo advirtiese, la niña comprendía admirablemente que ninguno le convenía; pero gozaba coqueteando con todos, haciéndose adorar de la juventud laciense.
Del apellido Esquivel existían dos familias principales el siglo XVII, y para distinguirlas, el vulgo añadía á sus apellidos los nombres de los barrios donde tenían sus casas solariegas, llamando así á unos Esquiveles de San Vicente y á otros Esquiveles de San Pedro.
Siguiéndole yo siempre, salimos por la ancha portalada característica de todas las casas solariegas de la Montaña; entramos en una verde y entoldada calleja, y al llegar á la iglesia que estaba cerca, nos sentamos en un rústico banco detrás de ella y bajo una viejísima y copuda cajiga.
Los bandos en que se dividieron, y que tomaron por nombre á las parroquias de Santo Tomé y San Benito, donde las irritadas familias enemigas tenían sus casas solariegas, duraron cuarenta años, sembrando la desolación y el espanto en la ciudad y enrojeciendo muchas veces de sangre sus calles.
No sólo era la iglesia quien podía desperezarse y estirar las piernas en el recinto de Vetusta la de arriba, también los herederos de pergaminos y casas solariegas, habían tomado para sí anchas cuadras y jardines y huertas que podían pasar por bosques, con relación al área del pueblo, y que en efecto se llamaban, algo hiperbólicamente, parques, cuando eran tan extensos como el de los Ozores y el de los Vegallana.
Se llamaban, como va dicho, Santa María y San Pedro; su historia anda escrita en los cronicones de la Reconquista, y gloriosamente se pudren poco a poco víctimas de la humedad y hechas polvo por los siglos. En rededor de Santa María y de San Pedro hay esparcidas, por callejones y plazuelas casas solariegas, cuya mayor gloria sería poder proclamarse contemporáneas de los ruinosos templos.
Durante ese tiempo tenía que ser la propiedad de su amo, lo mismo que si fuera un buey. El siervo llevaba el traje azul que era el vestido ordinario de los siervos de aquella época, como lo fué también mucho antes en las antiguas casas solariegas de Inglaterra. ¿Está en casa Su Señoría el Gobernador Bellingham? preguntó Ester.
Las antiguas casas solariegas mostraban sus grandes puertas cerradas; en algunos portales, convertidos en talleres de curtidores, se veían filas de pellejos colgados y en el fondo el agua casi inmóvil del río Ega, verdosa y turbia. Al final de esta calle se encontraron con la iglesia del Santo Sepulcro y se pararon a contemplarla.
Palabra del Dia
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