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Dirigímonos, pues, a ver las casas nuevas; esas que surgen de la noche a la mañana por todas las calles de Madrid; esas que tienen más balcones que ladrillos y más pisos que balcones; esas por medio de las cuales se agrupa la población de esta coronada villa, se apiña, se sobrepone y se aleja de Madrid, no por las puertas, sino por arriba, como se marcha el chocolate de una chocolatera olvidada sobre las brasas.

El portero era un antiguo cabo de coros; el principal estaba ocupado por una agencia donde de sol a sol no se hacía otra cosa que poner voces a prueba; los demás pisos los habitaban cantantes que al saltar de la cama comenzaban a hacer ejercicios de garganta conmoviendo la casa del tejado a la cueva como si fuese una caja de música.

Las calles están solitarias; de algunas tiendas, acá y allá, se escapan resplandores mortecinos. Las puertas aparecen cerradas. Se oyen de cuando en cuando los golpes de los aldabones. Una puerta se abre, torna a cerrarse. Este es un casino amplio, nuevo, cómodo. Está rodeado de un jardín; el edificio consta de dos pisos, con balcones de piedra torneada.

Si á esto se añade que casi todos los pisos bajos son establecimientos de lujo, iluminados con profusion, así como las 76 travesías, no será difícil representarse el panorama que ofrecerá de noche la calle de Rívoli.

Calló Isidro, como si ya no encontrase nada qué contar; pero luego añadió sonriente: Y todavía hay alguien que vive más arriba de esta montaña de pisos: el muecín del buque, el vigía o serviola que va de noche en lo que llaman el «nido». El tal nido es esa especie de púlpito de acero en el que sólo cabe una persona y que está adosado al palo trinquete.

Un portalón ancho, pero no muy alto, la daba entrada; y esta puerta, cuyo dintel consistía en una inmensa viga horizontal, algo encorvada por el peso de los pisos principales, era la entrada de un largo y obscuro callejón que daba al destartalado patio. Este patio estaba rodeado por pesados corredores de madera, en los cuales se veían algunas puertas numeradas.

Muchas veces se había detenido el marino ante su puerta, pero seguía adelante, desorientado por las chapas de metal que anunciaban las oficinas y escritorios instalados en sus diversos pisos. Vió un patio de arcadas, pavimentado con grandes losas, al que daban los balcones ventrudos en los cuatro lados interiores del palacio.

Protestaban algunos americanos que querían hacer palacios de ocho pisos para ver desde las guardillas el campanario de su pueblo; pero el Municipio, bajo la presión del Marqués, nivelaba todos los tejados «dejando para otras esferas de la vida las naturales desigualdades de la sociedad en que vivimos», como decía el Marqués en un artículo anónimo que publicó en El Lábaro.

Los papúes, que son ágiles como monos, no se cuidan mucho de los suelos de sus habitaciones, y apenas cubren con hojas los espacios hueros que median entre las traviesas de bambúes de que están formados los pisos de sus viviendas; así que cualquiera no acostumbrado a andar por ellos puede dar un traspiés y caerse.

Las casas, no tenían más que uno ó dos pisos sin balcones ni ventanas, ni más huecos á la calle, que algunas estrechas aspilleras y ventanillos, ó ajimeces, palabra, cuya significación no era entonces la misma que se le hoy pues llamamos ajimez al vano gemelo, cuyos arcos se apoyan en una columna central; y entonces, los antiguos nombraron así á los vanos de cualquier forma, ocultos por un cierro, formado en sus lados y frente por tupidas celosias de madera, con su tejaroz, apoyado en canes de bastante vuelo, que proyectaban grandes sombríos batientes en aquella especie de caja calada, tras de la cual podíase ver sin ser visto, como actualmente existen en muchas ciudades orientales.