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Liberal antiguo, gran admirador de Martínez de la Rosa por sus versos y por la elegancia diplomática de sus corbatas, torcía el gesto al leer los periódicos y las cartas de su hijo. ¿En qué pararía todo aquello?... En el corto período de la República volvió el padre a la isla, dando por terminada su carrera. «La Papisa Juana», a pesar del parentesco, fingía no conocerle.

Sus rosadas desnudeces y atrevidos gestos contrastaban con la faz dolorosa de un gran Cristo que parecía presidir el salón, ocupando la mayor parte del muro sobre el estrado, entre dos puertas. «La Papisa» reconocía lo pecaminoso de estos adornos mitológicos; pero eran recuerdos de la buena época, de cuando mandaban los caballeros, y los respetaba, procurando no verlos.

Febrer llegó a casa de «la Papisa»: un zaguán semejante al suyo, aunque más cuidado, más limpio, sin hierbas en el pavimento, sin grietas ni desconchaduras en las paredes, con una pulcritud monacal. Arriba le abrió la puerta una criadita pálida, vestida con el hábito azul de una cofradía y cordón blanco. Esta muchacha no pudo reprimir un gesto de sorpresa al reconocer a Jaime.

«Antes debo jugar mi última carta... pensó Jaime . Voy a ver a «la Papisa Juana» Hace muchos años que no la he visto; pero es mi tía, mi pariente más próxima. En justicia, debía ser yo su heredero. ¡Si ella quisiera!... Le bastaría hacer un gesto, y todos mis apuros habrían terminadoPensó en la hora mejor para visitar a la gran señora.

Sólo entonces, y si acertamos a dar con el verdadero y legítimo Preste Juan, que tantos han buscado en balde hasta ahora, yo le rendiré, le cautivaré, me sentaré en su trono y vendré a ser la Papisa Juana del Oriente. Teletusa, Tiburcio y los dos jaques, holgaron mucho de oír este razonamiento; le aplaudieron y le celebraron con risas estrepitosas.

El abuelo don Horacio, que estaba bien enterado, habló muchas veces a su nieto de tales sucesos. «La Papisa» sólo había querido al padre de Jaime.

Y hablaba a continuación de «la Papisa Juana», tremenda señora que Pablo Valls había visto siempre de lejos, por ser para ella la personificación de todas las impiedades revolucionarias y todos los pecados de su raza. «Por este lado no tengas esperanzaLa tía de Febrer sólo se acordaba de él para lamentarse de su mal fin y alabar la justicia del Señor, que castiga a los que caminan por malos senderos y se apartan de las santas tradiciones de la familia.

Los enemigos de «la Papisa Juana» afirmaban que de joven había tenido oculto en su palacio al conde de Montemolín, pretendiente a la corona, y que allí lo había puesto en relación con el general Ortega, capitán general de las islas. A estas murmuraciones unían la de un amor romántico de doña Juana por el pretendiente. Jaime sonreía al oír estas noticias. Todo mentira.

Contaban que de muchacho había tenido amores con su prima Juana, aquella señora austera llamada por todos «la Papisa», que vivía como una monja y gozaba de enormes riquezas, regalándolas pródigamente en otros tiempos al pretendiente don Carlos, y ahora a las gentes eclesiásticas que la rodeaban.

Y el marino reía al pensar en esta unión. Los parientes de Jaime iban a indignarse contra él, negándole para siempre el saludo. Más tolerantes se mostrarían si cometía un asesinato. Su tía «la Papisa Juana» iba a chillar como si presenciase un sacrilegio.