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Actualizado: 21 de mayo de 2025


La eternidad de los castigos infernales fue muy pronto una idea vertiginosa, que anonadaba su mente. Entretanto, Jesús y la Virgen ya no eran las claras figuras desprendidas de los cuadros de Italia, sino luengos y pálidos espectros, bañados en un sudor de purgatorio, y cuyas pupilas parecían contemplar continuamente el dolor de las ánimas condenadas.

Estaba ya en el redondel el tercer toro y duraba aún la ovación a Gallardo, como si el público no hubiese salido de su asombro, como si todo lo que pudiera ocurrir en el resto de la corrida careciese de valor. Los otros toreros, pálidos de envidia profesional, se esforzaban por atraerse la atención del público.

A esta seguían remedos, ahora pálidos, ahora vivos, sombras diferentes que iban proyectando la idea por todos lados en su grave desarrollo.

Y en todas las calles, en todas las casas, en todos los rincones suena el afanoso y sonoro tac-tac del martillo sobre la horma. Los domingos, todos estos hombres, un poco encorvados, un poco pálidos, dejan sus mesillas terreras y se disgregan en grupos numerosos y alegres por los pueblos circunvecinos. Los labriegos miran absortos y envidiosos a sus antiguos compañeros.

Los labios largos y delgados, finos, pálidos, parecían obligados a vivir comprimidos por la barba que tendía a subir, amenazando para la vejez, aún lejana, entablar relaciones con la punta de la nariz claudicante. Por entonces no daba al rostro este defecto apariencias de vejez, sino expresión de prudencia de la que toca en cobarde hipocresía y anuncia frío y calculador egoísmo.

Por los flancos de granito de la montaña, sembrados de mica que relucía, bajaba desatado un torrente espumoso; y entre el matiz sombrío de los encinares asomaba un pradillo, de tonos pálidos de hierba temprana, donde pacía un rebaño de ovejas, cuyos blancos cuerpos constelaban la alfombra verde como enormes copos de algodón.

Benítez escupió un pedazo del puro, que había roto con los dientes, y contestó con la misma sonrisa de antes: A nada. ¡Santa Bárbara! gritó Quintanar cerrando los ojos y poniéndose en pie de un salto. Y tras el relámpago, que le había deslumbrado, retumbó un trueno que hizo temblar las paredes. Cesaron todas las conversaciones, todos se pusieron en pie; Ripamilán y don Víctor estaban pálidos.

Corrían los desventurados pálidos los rostros y los ojos sin lágrimas, porque para los grandes dolores no existe el consuelo de ellas, buscando en los ojos de los demás una respuesta que nadie podía darles, y el contristado espectador se agregaba á ellos y los seguía como si el mismo infortunio le empujara.

Enrique y Miguel se miraron y sonrieron como cazurros; pero estaban un poco pálidos. A ver dijo doña Martina al criado, suba usted al cuarto de la señorita y dígale que ya estamos a la mesa. No hubo necesidad. En aquel momento apareció Eulalia, toda sofocada, con los ojos llorosos y una jofaina entre las manos. ¿Qué es eso? preguntó doña Martina con sorpresa.

Eran los mismos rostros pálidos, los ojos tristes, sonreír, que les habían saeteado al entrar. Así que, procuraban no llegar hasta las lindes, mantenerse en los caminos y glorietas del centro.

Palabra del Dia

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