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Del mismo modo, un indio y su mujer, remando en su piragua, á corta distancia de la catarata del Niágara, fueron cogidos en un violento remolino y arrastrados hacia la caída.

He visto al Niágara, desde todos sus aspectos oficiales, he descendido a los rápidos, allí donde el capitán Webb, ese suicida sublime, con un corazón digno de la tumba que encierra, acaba de caer vencido en su lucha insensata con el gigante americano. Lo repito: a cada instante la impresión crece.

La catarata. Al pie de la cascada. La profanación del Niágara. El Niágara y el Tequendama. Regreso. El Hudson. Conclusión. No me era posible pensar en excursiones; el tiempo me faltaba. Pero hay una que se impone moralmente a todo el que pisa el suelo de los Estados Unidos; la visita al Niágara.

Se asegura que, descendiendo de la sabana y buscando por San Antonio de Tena la entrada al valle por donde corre el Funza, después de su derrumbamiento, es posible llegar al pie de la cascada y contemplarla como ciertos pedazos del Niágara o de Pissenvache, en Suiza, detrás de la enorme cortina de agua.

Yo admiro el salto del Niágara, la riqueza y prosperidad de los Estados Unidos, la magnificencia y esplendor de sus grandes ciudades, como Nueva York, Boston y Filadelfia; la facilidad y comodidad con que por allí se viaja en ferrocarril, y lo amables y hospitalarios que son los yankees con los extranjeros cuando el amor propio no los ciega y cuando no se les pone en la cabeza que los extranjeros les son muy inferiores, porque entonces suelen ser harto poco amorosos y son muy desprovistos de caridad.

Cascadas del Niagára y Tequendama Donde el agua de un mundo se derrama Para apagar de América la sed! Amazonas, Ontario, bello Plata, Donde la vírgen pura se retrata En la márgen bañándose los pies! Pampas inmensas, selvas olorosas, Del Andes cordilleras orgullosas Que corona la ardiente cruz del Sud!

Cierto que la modesta catarata del arroyo no es un mar que se despeña como el salto del Niágara; pero por pequeño que sea, no deja de producir una impresión de grandeza á quien sabe mirarlo, y no pasa indiferente por su lado.

Aquí y allí, una chimenea, la fatigosa actividad de una fábrica, tráfico por todas partes, mercerías, bar-rooms, tiendas, la calle moderna, con sus enormes anuncios, sus letreros, sus reclamos, un inmenso cuadro de madera Take the Erye Railroad!, el hormiguero humano en el afán del lucro... ¡y el Niágara bramando a lo lejos!

Excusado es decir que ya había pagado al entrar en el parque general que rodea al Niágara, que a cada paso que daba para mirar de un lado a otro, se me aparecían empleados con sus tiskets y talones, etc. ¡Con cuánto placer habría dado una suma redonda, superior al monto de las pequeñas y sucesivas contribuciones con que me incomodaban sin cesar!

Quedé sólo un día en el Niágara. A la noche tomé el ferrocarril y amanecí en Albany, de donde descendí el Hudson hasta medio camino de Nueva York, haciendo el resto de la ruta en un drawingcar, en el delicioso ferrocarril que corro sobre las aguas mismas del río.