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Actualizado: 8 de junio de 2025
El sexo feminil y lacrimoso Levanta hácia el cielo vocería. Con la furia del viento tan furioso La una nave de otra se desvía; Mas volviendo la mar en su reposo Conviertese el dolor en alegría, Y llegan á Can
El sueño de las altas horas le pesaba en los párpados, rendidos; pero acunada por la nave milagrera de su novio y perseguida por la imagen fatídica de Julio, no podía dormir ni sosegar, hasta que, ya alboreciendo, se sumió en un leve descanso lleno de estremecimientos. Despertóse bien entrada la mañana y le pareció oír lamentos y carreras, como en los días aciagos de aquella casa.
En la gran nave central del trascoro había muy pocos fieles, esparcidos a mucha distancia; en las capillas laterales, abiertas en los gruesos muros, sumidas en las sombras, se veía apenas grupos de mujeres arrodilladas o sentadas sobre los pies, rodeando los confesonarios. Aquí y allí se oía el leve rumor de la plática secreta de un sacerdote y una devota en el tribunal de la penitencia.
Adriana, sin apartar su mirada del altar, por medio de la nave pasaba, y el fino perfil de la cara se iba ocultando, a los ojos de Muñoz, bajo el ala del sombrero de fieltro. Su silueta se anegaba en la ligera penumbra del templo; llegando cerca del coro se hincaba de rodillas, ponía los brazos juntos en el asiento delantero y abría el libro de oraciones.
Los vidrios emplomados de dos grandes rosetones abiertos en lo alto de las paredes de la gran nave central dejaban paso a una triste claridad que se extendía como blanco mantel delante del altar mayor.
Las mujeres llenaban todo el centro de la nave: había tantas que estaban apiñadas, molestas, dejando oír continuamente el chocar de las sillas, el crujido de las sedas y el aleteo de los abanicos. No iban vestidas de trapillo, como salen a las primeras misas, sino lujosamente ataviadas, cual si para ir a la casa de Dios les hubiesen servido la vanidad y la tentación de doncellas consejeras.
Mi señor D. Alonso contestó a las últimas palabras de su mujer; y cuando ésta salió, observé que el pobre anciano rezaba con tanta piedad como en la cámara del Santa Ana la noche de nuestra separación. Desde aquel día, el Sr. de Cisniega no hizo más que rezar, y rezando se pasó el resto de su vida, hasta que se embarcó en la nave que no vuelve más.
Después me parecía llegar, penetrar por entre el gentío que se precipitaba en la humilde nave, avanzar hasta el pie del presbiterio, y allí arrodillarme admirando la hermosura de las imágenes, el portal resplandeciente con la escarcha, el semblante risueño de los pastores, el lujo deslumbrador de los Reyes magos, y la iluminación espléndida del altar.
Con este temporal tan peligroso La nave sobre tierra va volviendo: El viento con su impetu furioso, Las velas en un punto descojendo, Hace volver la popa sin reposo A tierra, y el mar adentro vá corriendo. La gente alborotada sin consuelo, Levantan alaridos hasta el cielo.
Después había allí la Catedral. ¡Qué a mis anchas me encontraba en su gran nave obscura, tan sonora, por la que corrían ruidos que no se pueden expresar, bajo aquella bóveda alta y misteriosa y entre aquellos severos pilares por los que parecía que circulaban los ángeles!
Palabra del Dia
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