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Mas estos runrunes se estrellaban en la orgullosa satisfacción del señor Joaquín, en la infantil frivolidad de la novia, en la cortés y mundana reserva del novio.

Algunas veces espigamos fuera de los jardines académicos, bien puedo contaros esta historia: »Conozco a una señora joven que está al día, ya lo creo, muy al día, y que es muy golosa de las producciones intelectuales, por más que es mundana, y aunque virtuosa, adora la literatura que no lo es.

Maldito seas honor, y honra mundana, Pues bastaste

¡Pobre hija mía! ¡Cuando pienso que una simple comida es un acontecimiento en tu vida!... A tu edad estaba yo continuamente en fiestas y recepciones. ¡Los cotillones que yo he dirigido! Y, sin embargo, Dios sabe que no era yo mundana. Pero nuestra situación y los ascensos de tu padre exigían cierto decoro y cierta representación.

Desde aquí comienza un período que fue el más escabroso, si no el más largo, de los varios que tuvo la vida mundana de la marquesa de Montálvez. Según ella misma lo declara, tan escabroso fue, que él solo la daría para un libro entero, si se propusiera referir tan enorme catálogo de cosas.

Fría, satírica, mundana furiosa, en extremo coqueta, indiferente a todo, parece ser que después de la muerte de su madre, su único sentimiento digno y elevado, es el que la conduce tres veces por semana, cerca del lecho de una anciana paralítica que ha vuelto al estado de la infancia; la condesa de Lerne. Nada más añadiremos sobre Juana Berengére de Latour-Mesnil, baronesa de Maurescamp.

Pero aquello pasó; dilatáronse los músculos del semblante del fraile, un momento contraídos, se dulcificó la expresión de su boca, que durante un momento había reflejado una amargura infinita, y su mirada se heló; dejó de ser la mirada mundana de un hombre combatido por fuertes pasiones, para convertirse en la mirada reposada, tranquila de un religioso ascético.

Es un espectáculo tierno y conmovedor el que presenta una joven honesta, que ha llegado a una época de la vida mundana, casi inevitable, luchando en su agonía, y expuesta a caer de un momento a otro, de un exceso de idealismo, a un exceso de realidades. A más de los filósofos, hay siempre un buen número de curiosos dispuestos a seguir con interés está especie de pequeños dramas.

No debía desesperarse el enorme bebé que se adormecía llorando sobre su hombro. Podía afirmar que había sido amado más que muchos otros. Primeramente, le había querido con una simpatía pálida y pasiva, porque era bueno con ella, porque la había sacado de su antigua vida de artista errante, dándola la respetabilidad y el bienestar de una mundana que se retira.

Eran las posadas con sus inocentes placeres y con su devoción mundana y bulliciosa; era la cena de Navidad con sus manjares tradicionales y con sus sabrosas golosinas; era México, en fin, con su gente cantadora y entusiasmada, que hormiguea esa noche en las calles corriendo gallo; con su Plaza de Armas llena de puestos de dulces; con sus portales resplandecientes; con sus dulcerías francesas, que muestran en los aparadores iluminados con gas un mundo de juguetes y de confituras preciosas; eran los suntuosos palacios derramando por sus ventanas torrentes de luz y de armonía.