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Actualizado: 16 de mayo de 2025


En estas dudas le sorprendió S. E., que leía en su cara como en un libro abierto. ¿Conque resueltamente no se anima usted? le dijo, en su afán de obligarle más y más. El caso es arduo respondió don Simón mirándose las puntas de los pies.

Encontrada aquella y es de advertir que se la encuentra siempre el amang-cruz entrega á su padre una bandeja adornada de flores. Entre estas se coloca una cajita, en cuyo fondo se ponen dos monedas de plata, cuyos bustos resulten mirándose el uno al otro.

¿Qué tal, eh? dijo una voz detrás de un tapiz. Miró Lerma al lugar de donde salía la voz, y vió que el tapiz se levantaba y que de detrás de él salía un hombrecillo. Aquel hombrecillo era el bufón del rey. Estuvieron mirándose durante algunos segundos el ministro y el bufón. Los ojos del tío Manolillo relumbraban como brasas. Sus mejillas no estaban pálidas, sino verdinegras.

Otras veces aparecía Tonet con un bulto en el vientre: la faja llena de altramuces y cacahuetes, comprados en casa de Copa; y siguiendo el camino lentamente, comían y comían, mirándose el uno en los ojos del otro, sonriendo como unos tontos sin saber de qué, sentándose muchas veces en un ribazo sin darse cuenta de ello. Ella era la más juiciosa, y le reprendía. ¡Siempre gastando dinero!

No sabía ciertamente el senador cómo se había realizado la inesperada reconciliación. Les había visto llegar un día á su casa juntos, mirándose con ternura, olvidados completamente del pasado. ¿Quién se acuerda de las cosas de antes de la guerra? había dicho el personaje . Ellos y sus amigos han olvidado completamente lo del divorcio.

Luego apretaba la mano de Fernando con más fuerza, mirándose en sus ojos. Viejito mío, di que me perdonas... ¡Ay, si quisieras! ¡si quisieras! Otra vez despertó en ella el deseo de la fuga. Hablaba de esto sin recato, como si el hermano no pudiese oírla. Aquel infeliz no existía para ella: lo despreciaba.

Desde el día de la disputa no se hablaban, mirándose entre ojos, como enemigas a muerte, y cuando salió Gregoria de la casa, la cabeza muy levantada, ni se despidió de ella ni de Pablo Aquiles, a quien llamaba mandria, echándole la culpa de todo. Si es la que mató a nuestro padre, ¿qué entrañas ha de tener? dijo Casilda llorando. Triste quedó el caserón, después del rompimiento.

Pasaba horas y horas mirándose las uñas o frotándose una mano con la otra, dejando escapar de vez en cuando gritos extraños, inarticulados. Tenía cerca un criado que, cuando se mostraba desobediente y se enfurecía, le castigaba. Pero a quien más respeto tenía, y aun puede decirse verdadero temor, era a su hija.

Los otros andan como avestruces detrás de la marquesa: el capitán, el italiano, el empleado del gobierno que lleva los papeles; ¡todos locos, y mirándose como perros!... Y el marido no ve nada; y ella se ríe de ellos y se divierte en hacerlos sufrir... Yo creo que ningún hombre de los que vienen á la casa le gusta. Celinda no parecía tranquilizarse con tales palabras.

Luego estuvo mirándose un rato en el vidrio que cubría cierta estampa del Purgatorio, llena toda de ánimas, diablos, llamas, culebrones, sapos, cocodrilos, ruedas, sartenes, peroles, etc..., y contempló allí su imagen confusa, por no haber en la estancia espejo, ni vidrio azogado que hiciese sus veces.

Palabra del Dia

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