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Actualizado: 9 de julio de 2025
Era un caballero de cincuenta a sesenta años, bajo, delgado, con bigote y perilla canosos, ojos saltones y distraídos, resguardados por gafas. Llamábase D. Juan Peñalver. Era catedrático de Filosofía en la Universidad y había sido ministro. Gozaba fama de sabio, con justicia, y de una respetabilidad que pocos habían alcanzado en España.
El estudiante se licencia en leyes; nuestro licenciado se casa; el casado se hace juez; el juez no tiene lo que necesita para vivir; pero no recibe de nadie un maravedí por sus legítimos derechos; abandona el juzgado; el cesante, viene á Madrid; se hace banquero, el banquero se hace diputado, el diputado se hace ministro.
A lo que contestó el ministro: Defender la tajada es lo que importa, amigo, y no dejarla perder, como ha hecho usted. Y a propósito, ¿cómo andan sus asuntos? Don Bernardino, como un enfermo al que preguntan el estado de su dolencia, contestó con angustiado acento, que aquello seguía muy mal.
No había quien sirviera para ministro, y extranjeros fueron todos los gobernantes con Felipe V y Fernando VI; extranjeros los que vinieron a restaurar las perdidas industrias, a roturar las tierras abandonadas, a establecer los antiguos riegos y fundar colonias en los páramos frecuentados por fieras y bandidos.
El lúgubre, principálmente, era un gran Ministro de Hacienda, y resolvía todos sus apuros por medio de grandes acometidas al bolsillo del joven escritor, que tenía, entre otras cualidades, la de despreciar las vanas riquezas.
Pedían solemnemente la destitución de un ministro, el nombramiento de una autoridad. Demarcaron los dos partidos moderado y exaltado, estableciendo una barrera entre ambos. Pero aún descendieron más. Como en la Fontana se agitaban las pasiones del pueblo, el Gobierno permitía sus excesos para amedrentar al Rey, que era su enemigo.
¡Perla! ¡Perlita! exclamó después de un momento de pausa; y luego, con voz más baja, agregó: Ester, Ester Prynne, ¿estáis ahí? Sí; es Ester Prynne, replicó ella con acento de sorpresa; y el ministro oyó sus pisadas que se iban acercando. Soy yo y mi pequeña Perla. ¿De dónde venís, Ester? preguntó el ministro. ¿Qué os ha traído aquí?
Con maña y disimulo supe introducir bien en su mente la idea del poderío de éste. Recordé al obispo Tal, al prebendado Cual, al ministro de la Rota D. N., amigos antiguos suyos. Sin decírselo, logré convencerle de que todos ellos le debían el cargo que ocupaban.
Ya era una manada de formas diabólicas que hacían visajes al pálido ministro, mofándose de él é invitándole á seguirlas; ya un grupo de brillantes ángeles que se remontaban al cielo, llenos de dolor, tornándose más etéreos á medida que ascendían.
Era banquero muy rico, y parecía querer darlo a entender en su persona cargándola de oro y pedrería, de paños finísimos y de holandas impalpables; y además, caballero gran cruz de Carlos III, y capaz de pesar en oro al ministro que le diera el derecho de poner sobre el escudo de armas que ya usaba en sus tarjetas, siquiera la más modesta de las coronas nobiliarias.
Palabra del Dia
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