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Actualizado: 16 de junio de 2025
Cuando salió a la calle, el aire fresco le serenó algo; pero el bochorno sufrido oyendo a Millán le pesaba en la memoria como el rubor de una falta propia: unos instantes le agradecía el aviso; otros, casi le guardaba rencor. La razón le dijo, al fin, que era más sensato lo primero.
Las cartas que escribió don José, las visitas que hizo hasta que se lo impidió su dolencia, las antesalas que cruzó, no son para contadas. Por fin, un antiguo amigo suyo metió al chico, con un empleo de 5.000 reales, en la Biblioteca del Senado. Pepe, como funcionario público, iba a ganar casi la mitad de lo que daban a Millán por regentar la imprenta.
Más de un año hacía que no la había visto. ¿Cómo le iba a la abuela con el señor Polo? Un día que tuviese humor, tal vez se decidiera a ir a Tetuán. Ya no conocía a las gentes de allá. Madrid terminaba para él en el Café de San Millán, donde se reunía con ciertos amigotes para admirar a las hembras de la plaza de la Cebada.
Entró Millán en el mismo cuarto de visitas donde días antes fue recibido Pepe, cuando pretendió ver a su madre, y a los pocos minutos se presentó Tirso.
Así llegó el invierno de 1872 y aquella triste cena de Noche Buena, en que se habló de la próxima venida de Tirso y en que, después de irse Millán, ya acostado el pobre viejo, trataron los hijos y la madre de lo que convenía hacer, sin llegar a resolver nada, porque la común abnegación no producía una miserable moneda de cobre.
Pepe y Millán se conocieron en 1862, cuando a los catorce o quince años cursaban en el Instituto del Noviciado primero de latín. Eran ambos entonces de escaso desarrollo físico, pero inteligentes, guapos, listos sin exceso de picardía, y avisados sin sobra de malicia.
El verdadero disgusto lo tuvo cuando, a consecuencia de la proposición de Millán, entró Pepe de corrector en la imprenta: aquello de que su hermano ganara un jornal la impresionó amargamente, en parte por lo que significaba tal determinación, y más aún por vanidad herida.
No hay más sino que cuatro provincias quieren imponer la ley a toda España. ¡Si viviera don Juan! ¡Ese sí que era hombre! ¡Buena está la leche de almendras! En fin, ya hemos cenado. ¡Otra Noche Buena! ¡Quién sabe de aquí a la que viene!... La pasaremos juntos como esta añadió Millán quizá más unidos; diciendo lo cual miró a Leocadia, que bajó los ojos, entre esquiva y pudorosa.
A sus años el golpe era demasiado duro, y una afección crónica que tenía en los ojos se le agravó tanto, que le fue imposible continuar trabajando. Millán no dudó un instante respecto a la determinación que debía seguir:« Padre dijo como me he criado en la imprenta, conozco el oficio y todo lo que en él se hace.
Apenas oyó Paz el ruido de los pasos de Pepe, fue al despacho. No nos van a dejar solos más que unos minutos: Papá está concluyendo de vestirse: dime lo que hay, pronto. Me voy mañana. ¿No hay esperanza de evitarlo? Ninguna: mañana, sin falta. ¿Y tu madre? Todo ha sido inútil: se queda en el convento. ¿Y tu padre? Esta tarde le llevo a casa de mi amigo Millán. ¿Es cosa resuelta? Sí.
Palabra del Dia
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