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Pero no sin disponerme a concluir el paquete de cigarrillos, antes de que el sueño venga. Y aquí está la causa: bailé anoche con María Elvira. Y después de bailar, hablamos así: Estos puntitos de la pupila me dijo, frente uno de otro en la mesita, no se me han ido aún. No qué será... Antes de mi enfermedad no los tenía. Precisamente nuestra vecina de mesa acababa de hacerle notar ese detalle.

Ahora va a tratar de confinarla en un convento hasta que se case, si es que no toma allí el velo. Por muy escéptico que sea, estoy seguro de que aceptaría con gusto esa solución, la más cómoda y la más secreta de todas. Sirviéronnos el almuerzo en una mesita volante, al lado del sillón del enfermo, y aquello pareció una comidita de niños.

La víspera había recibido noticias de sus tíos. ¿Quién la escribiría? En seguida, observando que el sobre carecía de sello, se tragó la partida. Subió precipitadamente la escalera, tiró sobre la cama el abrigo, y dejó la carta sobre la mesilla de noche... ¡la misma mesita donde él ponía la vela para ver mejor los encantos de su cuerpo!

La vi escribiendo hoy por más de una hora, en su diario. Puede ser que hallemos la llave del armario... ¿Comprendes? Subieron. El diario estaba allí, sobre la mesita escritorio; Laura había olvidado guardarlo. ¡Qué casualidad divina! exclamó Carmen; y en seguida, ávidamente, se dispuso a leerlo. Adriana se sentó junto a ella, pero sus manos temblaban.

Señorita Sol, ¿qué me le ha hecho a mi Lucía? ¿Por qué no sales a recibirme? ¿para castigarme porque por verte hoy he andado veintidós leguas en mula? A Lucía se le veían temblar los labios imperceptiblemente, y como crecer los ojos. Su mano se sacudía entre las de Juan, que la miraba con asombro. Sol hacía como que sobre una mesita un poco alejada arreglaba las flores de un vaso.

Cuando yo llegué, se ocupaban las dos mujeres, que parecían tener diablillos en las manos, en sustituir, ayudadas de Facia, el trasto viejo que siempre estuvo a la cabecera de la cama, con una mesita cuadrangular sacada de mi gabinete, donde la usaba yo para leer y despachar mi correspondencia.

Llevaba vestido de corte, con ricas joyas, y su hermosura aparecía deslumbradora bajo la viva luz que la inundaba. El cenador no tenía más mueblaje que un par de sillas y una mesita de hierro como las que se ven en algunos cafés. No hable usted me dijo. No tenemos tiempo para ello. Limítese usted a escucharme, señor Raséndil. Escribí la carta por orden del Duque. Lo sospechaba dije.

Era un muchacho pálido, ojeroso, exangüe y consumido por el trabajo; un infeliz, condenado, sin duda, a prisión perpetua en aquel mundo de legajos y mamotretos; siempre inclinado sobre aquella mesita cubierta con un tapete de bayeta verde, delante de aquel tintero de plomo lleno de tinta espesa y natosa. ¿El señor Castro Pérez? ¡En la otra pieza! me contestó el covachuelista. ¿Puedo pasar?

Cerré la puerta de mi gabinete, sentámonos los dos con la mesita entre ambos, y comencé a hablarle de esta manera: Ha de saber usted, amigo Neluco, que desde que volvieron a reinar el orden y el silencio en esta casa, después de muerto y sepultado mi tío, yo no en qué invertir las horas que me sobran dentro de ella... Me parecen interminables, no veo el modo de mejorarlas y me asusta lo porvenir con una perspectiva semejante.

En el fondo, una especie de escenario; a la derecha, un diván, tumba de la virtud de las mujeres; a la izquierda, una mesita de te, sin te, y unas sillas.