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Actualizado: 27 de julio de 2025


Antes de acostarme le había dicho a mi tío que si él se encontraba bien y no me necesitaba para alguna cosa, pensaba madrugar y subir a la montaña con Chisco para estirar un poco las piernas y quemar algunos cartuchos, si había ocasión de ello.

Las tertulias de comadres se habían deshecho. Eran sonadas ya las once, y toda aquella gente necesitaba madrugar. La luna seguía iluminando, al través de la atmósfera serena y abrasada, la mayor parte del recinto. Su luz, deshecha en jirones, formando figuras geométricas, dormía tranquila sobre las piedras lustrosas del suelo.

Sonaban en aquel momento las doce en el viejo reloj de la sala, y tía Pepa, que andaba en las piezas interiores, se presentó en la habitación. ¿Acabaste ya? ¡Ya! Vea usted.... Mañana, hijita. Es preciso madrugar. ¿No dices que quieres ir a las misas de aguinaldo? ¡Yo también, yo también quiero ir! ¡Ni quien se acordara de eso!

Levantábanse temprano por el hábito de madrugar, y andaban toda la mañana por las calles o por el muelle en pandillas de seis u ocho mirando la entrada y salida, la carga y descarga de los barcos. Después de comer se iban al entresuelo del café de la Marina o al de la Amistad, y pasaban tres o cuatro horas jugando o mirando jugar al billar. «¡Anda, bolita de hueso, anda, entra en cabaña!

Por esta puerta no había escape, y me vestí con la resolución de un héroe; pero no me eché encima el armamento sin saber antes cómo había pasado la noche mi tío, que de seguro estaba ya despierto, si no levantado, según su costumbre de madrugar tanto como el sol mientras le quedaran fuerzas bastantes para arrojar sus huesos de la cama.

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