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Hernando de Vallejo. Vi este libro intitulado Segunda parte de don Quijote de la Mancha, compuesto por Miguel de Cervantes Saavedra, y no hay en él cosa digna de notar que no corresponda a su original. Dada en Madrid, a veinte y uno de otubre, mil y seiscientos y quince. El licenciado Francisco Murcia de la Llana.

Empezó á subir por él lentamente, apoyándose en el quitasol que ya había cerrado. Cuando se sintió incapaz de seguir, buscó con la vista el castaño más grande y frondoso y fuése á sentar debajo de él. Dejó pasear su mirada serena por el hermoso panorama que tenía delante. El Lora, como una cinta de plata bruñida, desarrollábase á sus anchas por la parte llana.

Era Juanita devotísima de la Virgen de la Soledad, y subió a la iglesia que está cerca del castillo y donde se venera su imagen a darle gracias por los beneficios ya recibidos y a rogarle fervorosamente para que le fortaleciese en sus propósitos, que ella creía santos y buenos. Casi toda la gente estaba en la parte baja y llana de la villa.

Gabriel caminaba agarrado a una traviesa del carro, con la vista fija en los timoneles, sintiendo en sus piernas el roce los que empujaban aquel artefacto semejante a los carros de los ídolos indostánicos. Al salir de la catedral por la puerta Llana la única del templo que está al nivel de la calle , Gabriel pudo abarcar con su vista toda la procesión.

Otra singularidad de aquellas gentes sepultadas entre montes de los más elevados de la cordillera: llaman «la Montaña» a la tierra llana, a los valles de la costa, y «montañeses» a sus habitantes. Una de las primeras personas con quienes me puse «al habla» en aquella ocasión, fue un hombre que resultó muy original.

Un hombre iba delante de él, andrajoso, con un saco a la espalda, recogiendo los residuos de toda especie que encontraba: huesos, ramas, papeles, trapos, canturriando para amenizar su faena; llegó así a un sitio, cerca del terraplén del ferrocarril, en que había dos enormes caños de estos que debieran servir, y no sirven, para las obras de salubridad, abandonados, y se sentó sobre una piedra, dejó el saco repleto en el suelo, sacó la colilla de tras de la oreja y la encendió... A la luz del fósforo, Quilito reconoció al gran Menipo, o sea Agapo, en prosa llana.

De pronto dijo Nieves dirigiéndose a Leto: Pues tiene usted razón: fijándose mucho en el ruido ese, se oye todo lo que se quiere oír... ¿No crees lo mismo, papá?... ¡Mira qué llana, qué brillante y qué hermosa está la bahía! Parece un espejo muy grande.

Como el señor Bonilla, «procuro pecar antes por carta de más que por carta de menos, por lo cual a veces he explicado palabras y giros que podrán parecer a los eruditos de muy llana inteligencia.

Servía en la venta, asimesmo, una moza asturiana, ancha de cara, llana de cogote, de nariz roma, del un ojo tuerta y del otro no muy sana. Verdad es que la gallardía del cuerpo suplía las demás faltas: no tenía siete palmos de los pies a la cabeza, y las espaldas, que algún tanto le cargaban, la hacían mirar al suelo más de lo que ella quisiera.

El Paraná-miri está cercano, Que al Paraná traviesa caudaloso, Haciendo triangular una isla llana, De doce leguas casi de sabána.