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¡Santo Dios! yo te doy gracias, exclamo respirando, como el ciervo que acaba de escaparse de una docena de perros, y que oye ya apenas sus ladridos; para de aquí en adelante no te pido riquezas, no te pido empleos, no honores; líbrame de los convites caseros y de días de días: líbrame de estas casas en que es un convite un acontecimiento; en que sólo se pone la mesa decente para los convidados; en que creen hacer obsequios cuando dan mortificaciones; en que se hacen finezas; en que se dicen versos; en que hay niños; en que hay gordos; en que reina, en fin, la brutal franqueza de los castellanos viejos.

Y a este propósito solía decir don Víctor, recordando su magistratura: «La libertad de cada cual se extiende hasta el límite en que empieza la libertad de los demás; por tener esto en cuenta, he sido siempre feliz en mi matrimonio». Quiso dormir el poco tiempo de que disponía para ello, pero no pudo. En cuanto se quedaba trasvolado, soñaba que oía los tres ladridos de Frígilis. ¡Cosa extraña!

¡Imposible! contestó el Capitán, arrojándose fuera con el fusil en la mano. Horn y los tres jóvenes, muy alarmados, salieron también armados de sus fusiles. Los ladridos continuaban a intervalos regulares, pero sin acercarse. Es imposible que sean los papúes repitió el Capitán, que no apartaba la vista del bosque. ¿Por qué? le preguntó Cornelio. Porque nunca han tenido perros, ni aquí los hay.

Sintió la necesidad de provocar, de ser arrogante, de aparecer sereno y amenazador ante aquellos hombres, entre los cuales se ocultaban sus adversarios. Descolgó la escopeta, examinó sus cargas, se la echó al hombro y descendió de la torre, tomando el mismo camino de la tarde anterior. Al pasar junto a Can Mallorquí, los ladridos del perro hicieron salir a la puerta a Margalida y su madre.

En esto se oyeron muy cercanos los ladridos de un perrazo. La del alcalde, pensando que era el de su huerta, que venía a vengarla, comenzó a gritar: ¡Aquí, chucho, aquí!... ¡

Acabaron de aturdirse en su presencia, y huyeron a la desbandada; mas el animal, «a una quiero y a la otra la dejo», hartóse de romper vestidos; y sabe Dios qué más hubiera roto, si a los gritos y a los ladridos no hubieran acudido algunas personas que ahuyentaron a palos a la fiera, y condujeron al pueblo a las inocentes criaturas, bien merecedoras del susto que pasaron si se les toma en cuenta lo que hicieron padecer a la pobre descalabrada.

La multitud que escuchaba experimentó dolorosa sacudida, se agitó tumultuosamente unos instantes, lanzó exclamaciones incoherentes contra los malditos animales, trató de imponerles silencio a gritos, y, por último, visto lo inútil de sus esfuerzos, se resignó a esperar que cesasen. Los ladridos, en efecto, se fueron extinguiendo paulatinamente, haciéndose cada vez más raros y lejanos.

No se oía en todo el lugar sino ladridos de perros, que atronaban los oídos de don Quijote y turbaban el corazón de Sancho.

Buscó en una bolsa otros cartuchos e introdujo dos en el doble cañón, guardándose los demás en los bolsillos. Eran con bala. ¡Caza mayor!... Colgóse la escopeta de un hombro y bajó la escalera de la torre silbando y con paso arrogante, como si su resolución le llenase de alegría. Al pasar cerca de Can Mallorquí, el perro salió a su encuentro con ladridos de regocijo.

Sin embargo, esos son ladridos de perro, tío. ¿Habrá en el bosque algún cazador europeo? exclamó Van-Horn. ¿Aquí, en esta selva tan alejada de los puertos que frecuentan los buques? Algún explorador, señor Stael. ¡Hum! Lo dudo, Van-Horn. ¿Y cómo puede haber aquí un perro sin amo? Pero ¿será un perro? ¿Y qué puede ser? Esos son ladridos.