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Actualizado: 25 de julio de 2025
Un frío punzante e irresistible, el frío que sigue a las grandes nevadas, deslizábase por las rendijas de las maderas, filtrábase por las paredes. Feli se agitó en el lecho, murmurando con suspiro infantil, sin abrir los ojos: -Frío... mucho frío. Estaba cubierta por la única manta que tenían en la casa y el mantoncillo que le había comprado Isidro al comenzar el invierno.
El era un señorito, un intelectual, una futura eminencia. ¿Qué dirían sus amigos, aquellos camaradas de café, si le veían en la calle cargado como un mandadero?... Pero Isidro hizo un gesto de indiferencia, a pesar del pavor que le inspiraban estos encuentros. Que hablasen lo que quisieran: deseaba ayudarla, servirla de algo.
Pero no había que pensar en esto. Ya purificaría su alma cuando estuviese en tierra. Por el momento, su abyección resultaba irremediable, y cada vez iría en aumento mientras no abandonase este ambiente. Era esclavo del «gran tentador» de que hablaba Isidro. Sólo le faltaba arrastrarse como los impuros de las leyendas convertidos en bestias.
Salú, don Isidro dijo con acento andaluz . Ya nos extrañábamos un poquiyo de no verle esta tarde por aquí. Volvió a sentarse entre un grupo de jóvenes españoles, unos con boina, otros con amplio sombrero, que le escuchaban, sonriendo, admirativamente.
Cuando yo conquistaba a mi zapatero, un demonio de Granada que cometió enormes sacrilegios, y cuya conversión no sé si se la habrá contado don Isidro, entonces pasé meses y aun años acostándome después de la salida del sol.
De su pasado conservaba cierta veneración por los escritores. Por esto era amigo de Isidro desde que le conoció en casa de su vecina la señora Eusebia. Algunas veces recordaba su época de impresor. El no leía los papeles públicos, cuando de tarde en tarde iba a Madrid; pero creía que sus tiempos habían sido mejores, y que los que ahora escribían estaban muy por debajo de los que él había conocido.
Cuando lució sobre una cómoda un cabo de vela metido en el cuello de una botella, Isidro pudo ver entre temblonas sombras un antro más pequeño que la cuadra, con el techo de paja y las paredes llenas de escarpias, de las que pendían los numerosos harapos del vestuario de los dos viejos: faldas de gastada seda, levitones llenos de remiendos, sombreros de copa con la seda erizada y contraídos como si fuesen fuelles.
Fue presbítero, y obtuvo un economato de los buenos, y fue llamado a predicar en San Isidro de León, y en Astorga, y en Villafranca y donde quiera que el canónigo Camoirán, famoso ya por su piedad, tenía influencia.
Isidro se aproximó más, pegando todo un lado de su cuerpo al de Feli, percibiendo la firmeza elástica de su carne, su tibia suavidad, al través del mantoncillo y la falda sutil.
Mira, chico, la quiero como si fuese mi madre... Y eso que yo no he conocido a mi madre. Esta mañana, doña Zobeida saludó a Isidro con sonrisa tímida y miradas suplicantes. No se atrevía a formular un pensamiento que la había empujado hacia él, y anticipadamente imploraba perdón con sus ojos.
Palabra del Dia
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