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Allí, después de uno o dos esfuerzos infructuosos para ponerse en pie, permaneció inmóvil, profiriendo de vez en cuando blasfemias mezcladas con protestas incoherentes, hasta que, por fin, sucumbió al cansancio de la emoción y al narcotismo del alcohol ingerido.

Clavó sus ojos en ella con expresión de gozo y de sincero afecto, como si hallase a una prenda del corazón a quien no hubiese visto en mucho tiempo, como si Rosa fuera ya un ser que le perteneciese. Esta mirada llegó hasta el fondo del alma de la aldeana. No supieron qué decirse. Por fin, Andrés pronunció algunas palabras incoherentes sobre lo bien que le sentaba el traje de su prima.

Galba lo mandó a todos los diablos. Ah-Fe lo contempló plácidamente y retirose decidido a poner en práctica su propósito. Con todo, antes de marcharse de Fiddletown, encontrose por casualidad al coronel Roberto y se le escaparon algunas frases incoherentes que interesaron al militar. Cuando hubo terminado, el coronel le entregó una carta y una pesada moneda de oro.

Se deshacía, se derretía en amor divino, rompiendo muchas veces en exclamaciones de entusiasmo, en frases incoherentes, como si estuviera loca. Y con esto, su humildad y sumisión tan perfectas, que bastaba una mirada de su confesor para confundirla, para hacerle temblar y pedir perdón por los actos más inocentes.

Por lo demas, cuando una realidad cruel no ha venido todavía á desengañarlos, cuando en sus accesos de sinrazon se entregan sin medida á la vanidad de sus proyectos, no suele haber otro medio para resistirles que callar, y con los brazos cruzados, y meneando la cabeza, sufrir con estóica impasibilidad la impetuosa avenida de sus proposiciones aventuradas, de sus raciocinios incoherentes, de sus planes descabellados.

Si Granate no fuese un animal, hubiera comprendido enseguida que la sonrisa con que acogía sus barbarismos y barbaridades era una verdadera mueca sin expresión alguna, y que los monosílabos y respuestas incoherentes que dejaba escapar de sus labios denunciaban bien claramente que no le escuchaba a él, sino a Paco Gómez, Manuel Antonio y los demás que seguían charlando de la niña expósita.

Alzose de la silla y comenzó a dar vueltas por la estancia agitando el sombrero con frenesí. Todo su amor, sus tristezas y anhelos, los pensamientos todos que ocupaban su mente desde hacía tanto tiempo salieron de golpe en frases cortadas, incoherentes, que resonaron lúgubremente en la sala como la confesión de un reo en capilla.

La calle, un museo de artes incoherentes. ¡Qué tipos maravillosos exhibiéndose con una tranquilidad y un aplomo inconcebibles! ¡Qué sombreros piramidales, vastos como necrópolis, unos invisibles, otros izados a lo alto de un cráneo puntiagudo por un milagro de equilibrio! ¡Qué corbatas! El pueblo que usa esas corbatas no producirá jamás un colorista de genio.

Se encontró de pronto don Marcelo en medio de estos choques mortales, saltando como un niño, agitando las manos, profiriendo gritos. Luego volvió á despertar, teniendo entre sus brazos la cabeza polvorienta de un oficial joven que le miraba con asombro. Tal vez le creía un loco al recibir sus besos, al escuchar sus palabras incoherentes, al recibir en sus mejillas una lluvia de lágrimas.

La madre, luego de varios intentos para despertar a su esposo, sin conseguir otro éxito que palabras incoherentes seguidas de nuevos ronquidos, había rezado hasta el amanecer por el alma del señor de la torre, creyéndolo muerto. Margalida, que dormía cerca de su hermano, le había llamado con voz queda y angustiosa al oír los primeros tiros. «¿Oyes, Pepet?...»