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Pero los tiempos andan tales, y crece tanto la depravación del gusto, que empieza a ser ya deber de conciencia en todo el que clara u obscuramente profesa algún género de magisterio literario, alzar la voz cuando una obra maestra aparece, y llamar la atención del vulgo circunstante, para que no pase de largo por delante de ella, y se guarde de confundirla con el fárrago de producciones insulsas y baladíes que son actualmente el oprobio de nuestras prensas.

La solitaria costa se perdía á lo lejos en vaga neblina, que la luna desvanecía hasta confundirla con el horizonte. El bosque murmuraba voces ininteligibles. El anciano entonces, con el esfuerzo de sus hercúleos brazos, lanzó la maleta al espacio arrojándolo al mar.

Se deshacía, se derretía en amor divino, rompiendo muchas veces en exclamaciones de entusiasmo, en frases incoherentes, como si estuviera loca. Y con esto, su humildad y sumisión tan perfectas, que bastaba una mirada de su confesor para confundirla, para hacerle temblar y pedir perdón por los actos más inocentes.

Una levísima señal de descontento de D.ª Carmen bastaba para confundirla y sumirla en el más acerbo dolor. Aquella criatura tan altanera, que había llegado a hacerse odiosa a todos, se humillaba con placer intenso, a su madrastra. Era su humillación la del místico que se postra por una necesidad invencible del espíritu.

El motivo de querer los Filósofos, especialmente Aristóteles, superior á todos, que el género entre en las difiniciones es, porque no conocemos mas que los individuos, esto es, cada cosa de por en qualquiera linea. La cosa determinada y singular no se puede difinir, ni lo necesitamos, porque tenemos de ella nociones tan fixas, que si ponemos atencion no podemos confundirla con otra.

Después de tales expediciones, la señora se mostraba majestuosa y deslumbrante como una basílisa de Bizancio: las orejas y el cuello con gruesas perlas, el pecho constelado de brillantes, las manos irradiando agujas de luz con todos los colores del iris. Chichí protestaba: «Demasiado, mamáIban á confundirla con una prendera.

Los que oyeron la palabra de Doña Guillermina, que se expresaba al igual de los mismos ángeles, ¿cómo podían confundirla con quien decía las cosas en lenguaje ordinario? Había nacido ella en un pueblo de Guadalajara, de padres labradores, viniendo a servir a Madrid cuando sólo contaba veinte años. Leía con dificultad, y de escritura estaba tan mal, que apenas ponía su nombre: Benina de Casia.

En la escalera detuvieron a Benina dos vejanconas, una de las cuales le dijo con mal modo: «¡Vaya, que confundirla a usted con Doña Guillermina!... ¡Zopencos, más que burros!

La marquesa hizo otro ademán indicando que podía hablar, y la niña de Rojas dijo con expresión agresiva: ¿No tiene usted bastante con todos esos hombres á los que trae locos?... ¿Todavía necesita robar los que pertenecen á otras mujeres? La respuesta de Elena fué mirarla de pies á cabeza. Pretendía confundirla con sus gestos de superioridad.