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Actualizado: 6 de mayo de 2025
Ir al monte con sus sabuesos; seguir la pista del oso; llegar a verle, apuntarle, herirle, ¡oh placer!..., y, sobre todo, rematarle a puñaladas, luchando con la fiera cuerpo a cuerpo, brazo a brazo, solo, sin más testigos que sus perros, sin otro auxilio que el de su corazón impávido, su puño de bronce y su puñal de acero. ¡Oh embriaguez sublime!
Disfrutaba el párroco de Naya de una rectoral espaciosa, alborozada a la sazón con los preparativos de la fiesta y asistía impávido a los preliminares del saco y ruina de su despensa, bodega, leñera y huerto.
Alberto exclamó de pronto volviéndose hacia su amigo puesto que este caballero es el insultado supongo que disparará primero. ¡Claro! repuso Alberto, impávido, sin cesar en su operación. Amaury, con la misma calma, tornó a su pueril tarea de arrancarles el corazón de oro a las inocentes florecillas.
Había tal anhelo revelado y temeroso en esta pregunta, que el impávido marino, tan señor de sí mismo y tan risueño, sintió una verdadera emoción de piedad y de ternura. La estaba mirando a los preciosos ojos ardientes, cuando contestó: Estaré... todo el tiempo que tú quieras.... Entonces, siempre....
¡Las cosas que le estaría diciendo el muy pícaro! interrumpió Lolita. Jacinto prosiguió impávido su historieta.
Adiós. Sin hacer reverencia alguna, impávido, formidable, como el guerrero que ha cumplido su deber en lo más recio de un combate, salió seguido del Hermano. Cuando bajaba la escalera, Tablas subía. Abrió el gigante la puerta de la sala donde su giganta estaba, y antes de entrar echó en redondo una mirada recelosa, bajando la barba al pecho y escondiendo los ojos bajo las negras cejas.
Ninguno de los entrantes o salientes hacía caso del pobre Pulido, porque ya tenían costumbre de verle impávido en su guardia, tan insensible a la nieve como al calor sofocante, con su mano extendida, mal envuelto en raída capita de paño pardo, modulando sin cesar palabras tristes, que salían congeladas de sus labios.
Lo mismo la tienda de Graells que la de la Morana y el Saloncillo, se transformaban al llegar la noche en verdaderos arsenales. Cada uno de los que iban llegando dejaba arrimadas a la pared sus armas y pertrechos de guerra. Al salir tornaban a empuñarlas con un valor impávido, digno de la sangre cántabra que casi todos llevaban en las venas.
El 18 de diciembre de 1835 sale de Buenos Aires, y al subir a la galera, dirige en presencia de varios amigos sus adioses a la ciudad. «Si salgo bien dice, agitando la mano , te volveré a ver; si no, ¡adiós para siempre!» ¿Qué siniestros presentimientos vienen a asomar en aquel momento su faz lívida, en el ánimo de este hombre impávido? ¿No recuerda el lector que algo parecido manifestaba Napoleón al partir de las Tullerías para la campaña que debía terminar en Waterlóo?
Demostró, en voz cascada y lenta, pero impávido, primero: que era una superchería lo de que la demolición de la capilla pudiese proporcionar los recursos a que se refería el presidente; que no había en el edificio más sillares que los pequeñísimos y carcomidos de la puerta; que los ornamentos no valdrían, en subasta, dos pesetas, y que no llegarían a treinta reales las esculturas del pobrísimo y desmantelado altar.
Palabra del Dia
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