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Actualizado: 9 de junio de 2025
Sin duda las madres Micaelas no gustaban de perder el tiempo. «Despídase usted» le dijo la seca, tomándola por un brazo. Fortunata estrechó la mano de Maxi y de Nicolás, sin distinguir entre los dos, y dejose llevar.
Ella conocía la voluptuosidad del lujo; su marido podía sentir el mayor placer de los enamorados, mezcla de satisfacción y de orgullo, al regalar á Celinda todo lo que desease; ¡pero él!... Ni siquiera le gustaban las molicies inocentes que hacen más grata la vejez. Le había visitado la riqueza demasiado tarde, cuando no le quedaba tiempo para aprender á ser rico.
Gustábanle los caballos y las escopetas con entusiasmo juvenil, como a cualquier señorito del Círculo Caballista. En punto a domar un potro o a meter la bala donde ponía el ojo, no admitía rival. Además, era todo un hombre; tan hombre como el que más: le gustaban los valientes para ponerlos a prueba; ansiaba aventuras para que se supiese quién era el hijo de Paco el de Algar.
En los momentos que les dejaban libres sus graves y laboriosas ocupaciones, gustaban de danzar y divertirse: casi todos ellos eran músicos y tenian unas flautas, semejantes á la zampoña, pero largas de mas de seis piés.
No se contentaban con ser elegantes y con andar bien vestidas como las mujeres parisienses, sino que gustaban de añadir a las galas europeas, rasgos y perfiles del remoto país en que habían nacido y de otras apartadas regiones.
No tardó, como es consiguiente, en leérmelos, encerrándose para ello previamente en un cuarto retirado, donde a su sabor descargó la conciencia del grave cargo de ciento y tantas composiciones en todos los metros imaginables, aunque sus predilectos eran los sáficos y adónicos. Los dísticos, compuestos de exámetros y pentámetros, también le gustaban sobremodo.
Con todo, Antoñico tenía un grave defecto: le gustaban demasiado las mujeres. Quizá digan ustedes que este defecto no es grave: en cualquier otro hombre, convengo en ello, pero en Antoñico, un funcionario dramático de tal importancia, era un pecado mortal.
De pronto el farmacéutico mudó el tema: «¡Ah!, me olvidaba de lo mejor. ¿Sabe usted que el crítico y yo nos hemos hecho amigos? ¡Quién lo creería! ¡Tanto como yo le odiaba! Pues verá usted. Padillita le metió un día en la botica, y yo empecé a darle guasa con sus críticas, diciéndole que me gustaban mucho. Pues resulta que es muy modesto y que se asusta cuando le elogian lo que escribe.
Sin deseos imposibles que le royeran las entrañas, sin amores tormentosos ni amistades molestas, disfrutando de la tranquilidad del hogar, del cariño de la familia y de los puros goces de la ciencia, deslizábanse sus días serenos y dichosos. A las amigas de su madre les sorprendía tanta formalidad. ¿No tenía novia Raimundo? ¿No le gustaban siquiera las muchachas?
Luz oía todas estas cosas con gran atención, y no negaba que el novio de su amiga fuera muy guapo, con su barba rubia y su pelo recortado; pero a ella le gustaban más los hombres de pelo negro y abundante y con bigote solo, y no largo ni muy espeso.
Palabra del Dia
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