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Actualizado: 25 de mayo de 2025


Un momento después penetró en la sala, pisando tímidamente, un aldeano de madura edad, con la chaqueta al hombro, barba de quince días, y dando vueltas en las manos á un mugriento sombrero que solamente cesaba de girar cuando el aldeano sacaba una de ellas de la arrugada copa para retirar hacia atrás las ásperas y encanecidas greñas que le caían sobre los ojos. Tengan ustedes buenas tardes.

Adoración iba detrás, cogida a la falda de Jacinta, como los pajes que llevan la cola de los reyes, y delante abriendo calle, como un batidor, la zancuda, que aquel día parecía tener las canillas más desarrolladas y las greñas más sueltas. Jacinta le había llevado unas botas, y estaba la chica muy incomodada porque su madre no se las dejaba poner hasta el domingo.

Se quitó la pipa de la boca después de restregarse ambas manos contra el pantalón; golpeóla boca abajo sobre la uña del pulgar de la izquierda, y me enseñó en una sonrisa toda la caja desportillada de sus dientes. Era un vejete de rostro plácido y greñas muy canas, algo atiplado de voz y muy duro de «bisagras»; es decir, torpe de todos sus movimientos.

Usa un gorro colorado en la cabeza y un vestido casi igual al de su vecino el Tuerto. Tiene las greñas, las patillas y las cejas canas. No de cierto cómo tiene la cara, porque es hombre que la da raras veces, y no he podido vérsela á mi gusto.

Una zagalona tenía en la cabeza toquilla roja con agujeros, o con orificios, como diría Aparisi; otra, toquilla blanca, y otra estaba con las greñas al aire. Esta llevaba zapatillas de orillo, y aquella botitas finas de caña blanca, pero ajadas ya y con el tacón torcido. Los chicos eran de diversos tipos.

Y el viejo sacerdote, durante unas semanas, podía pescar en paz, sin tener que separar á tirones los racimos femeninos, que salían de la pelea con las greñas revueltas, los ojos amarillos de cólera y la cara chorreando sangre. Un interés común ponía milagrosamente de acuerdo á este mujerío cuando vivía solo.

En el de la otra buhardilla le esperaba la mujer del Tuerto, con los párpados hechos ascuas, las greñas sobre los ojos, la cara embadurnada con la pringue de las manos disuelta en lágrimas, en mangas de camisa, desceñido el refajo y medio descubierto el enjuto seno.

Esta metáfora traducida a buen romance quiere decir que Leonorcica, lejos de lloriquear y tirarse de las greñas, tocó generala, revistó a sus amigos de cuartel, y de entre ellos, sin más recancamusas, escogió para amante de relumbrón al alférez del regimiento de Córdoba don Juan Francisco Pulido, mocito que andaba siempre más emperejilado que rey de baraja fina. Mano de Historia

Tenía la cabeza enteramente descubierta y llena de greñas, el rostro encendido, el cuerpo envuelto en un andrajo que parecía el residuo de una capa, los pies metidos en dos cosas asquerosas que en otro tiempo habían sido alpargatas. Todo nos volvíamos mirar a un lado y a otro explorando la calle en busca de nuestro literato, sin lograr hallarle.

El primero tenía diez años, el segundo ocho; ambos gordos y sonrosados que daba envidia verlos. Una vez en pie, conduce al primero de ellos al corredor y en una jofaina trasvertiendo de agua cristalina le mete la cabeza, le refriega los hocicos hasta dejarlos bien limpios y todavía más colorados. En seguida venga de peine para desenredar aquellas greñas rizadas.

Palabra del Dia

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