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¡Hombre, pues es usted lo más raro! ... No se comprende dijo sonriendo y con asombro don Gil. ¿Con que está usted haciendo el amor á la chica, y le va á poner en libertad al novio? Si digo yo que usted es tonto, don Claudio. No tengo duda alguna: le pongo en libertad. Veremos cómo ella lo toma. Haremos que sepa que yo le he puesto en libertad, yo. Buena la va usted á hacer.

Libres por completo en la influencia de la antigüedad están las obras dramáticas, que, con las de Torres Naharro y algunas de Gil Vicente, forman la segunda y más numerosa clase del repertorio del teatro español de este período: pero como ya hemos hablado de las principales, sólo nos resta hacer algunas breves indicaciones para apurar el asunto.

No he hallado nada en él de malo... Solamente que pienso que no acaba de entenderme concluyó por manifestar, viéndose apretada. Todo ministro del Señor repuso ásperamente el P. Gil entiende lo que es pecado, y esto basta. Pero la confesión que siguió, larga, sincera, fervorosa, regada más de una vez por las lágrimas, hizo cambiar la disposición del clérigo.

Para concluir, diremos que este hombre se llamaba Gil de nombre y Carrascosa de apellido; educáronle los frailes agustinos de Móstoles, y ya estaba dispuesto para profesar, cuando se marchó del convento, dejando á los Padres con tres palmos de boca abierta. A fines de siglo logró, por amistades palaciegas, que le hicieran abate; mas en 1812 perdió el beneficio, y depuso el capisayo.

¡Pero es horrible entrar en una noche sin límites, eterna! No tal... La vida es una pesadilla... La muerte es un sueño tranquilo... Cerró de nuevo los ojos. El P. Gil le apretó cariñosamente la mano, exclamando: ¡Quién sabe! La mano del moribundo se estremeció levemente. El excusador no volvió a desplegar los labios.

Así, por ejemplo, Le Sage ha arreglado muchas comedias españolas, incorporándolas en su Gil Blas, como sucede con su historia de Aurora de Guzmán, sacada palabra por palabra de la comedia de Moreto, Todo es enredos amor.

El sargento mayor había tomado por las callejuelas de la parte de arriba del convento de San Gil; habla entrado con la Dorotea en la calle de Amaniel, se había parado delante de una casa que estaba herméticamente cerrada, y había dado sobre su puerta tres golpes fuertes.

El P. Gil levantó los ojos y reconoció a la hija de Osuna. La conocía mucho de vista, aunque jamás había hablado con ella. No ignoraba que era penitenta muy asidua del P. Narciso, y aun habían llegado a sus oídos ciertos rumores que rechazó, por supuesto, con indignación. Sin embargo, aquella joven tan aficionada a la iglesia, tan suelta y andariega, no le era simpática.

Esta escena se repetía unas cuantas veces al día, siempre que alguna persona sospechosa, como ahora, llegaba con propósitos hostiles a la rectoral. El Cuco deploraba en su fuero interno que no le hubieran rapado mejor las orejas. Buenas tardes, D. Gil dijo la vieja, cambiando súbito la expresión colérica por otra sonriente, melosísima, dando muestras de que le conocía.

La forastera se levantó en silencio y se dejó caer en una silla, alzó el velito del sombrero que le tapaba los ojos y se los enjugó con el pañuelo. El P. Gil, en pie frente a ella, aguardaba a que se explicase. Y como no daba señales de hacerlo, antes se tapaba el rostro cada vez más, aventurose a decir: Señora, desearía saber en qué puedo servirla... Todavía tardó unos instantes en responder.