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Actualizado: 11 de junio de 2025
Salvatierra y el viejo salieron del patio entre los ladridos de los perros, y siguiendo el muro exterior, llegaron a un cobertizo que daba entrada a la gañanía. Bajo aquel se alineaban al aire libre varios cántaros con la provisión de agua para los braceros.
El mismo valentón, temiendo al aperador, había arreglado el asunto declarando sentenciosamente que los tres eran igualmente valientes, y que entre valientes no deben existir cuestiones. Y juntos habían bebido la última copa, mientras la Marquesita roncaba debajo de la mesa, y las muchachas, aterradas por el susto, huían a la gañanía.
En el presidio cada uno tenía su petate, y en la gañanía sólo muy contados podían permitirse este lujo. Los más, dormían en esteras, sin desnudarse, descansando sus huesos doloridos por el trabajo sobre la tierra dura.
En la puerta de la gañanía aglomerábanse los trabajadores, brillando en su negra masa la lucecilla del candil. Todos seguían con silenciosa atención el chirrido del carro, invisible en la oscuridad; los lamentos de la gitanería, que rasgaban la calma del campo azulado y muerto bajo la fría luz de las estrellas.
Y esta tierra nuestro, Rafaé, es como las muchachas que bajan de la sierra con el manijero. Van plagadas de la miseria que recogen en la gañanía; no se lavan la cara, comen mal; pero si las adecentasen, ya se vería lo bonitas que son. Una tarde de Febrero hablaban el aperador y Zarandilla de los trabajos del cortijo, mientras la señá Eduvigis lavaba la loza en la cocina.
Además, no estaban acostumbradas a las comidas fuertes de los señores, y podían hacerlas daño. Pero el olor de la carne, de la sagrada carne siempre vista de lejos y de la que se hablaba en la gañanía como de un manjar de dioses, pareció marearlas con una embriaguez más intensa que la del vino.
Rafael no osaba aconsejar a la familia, ni entraba a ver a la enferma más que a las horas de trabajo, cuando los gañanes estaban en el campo. La enfermedad de Mari-Cruz y la juerga del señorito en el cortijo le había colocado en una situación violenta con toda la gente de la gañanía.
Además, les intimidaba con un respeto casi religioso aquella sonrisa que, según pensaba Zarandilla, «parecía venir de otro mundo», y la firmeza de sus negativas, que no daba lugar a nuevas insistencias. Cuando Salvatierra vio sus ropas casi secas, abandonó el capote y se las puso. Después se dirigió a la puerta, y a pesar de que seguía lloviendo quiso ir a la gañanía, en busca de su compañero.
Tenía en su gesto y en sus manos algo de sacerdotal, como si la muerte fuese la única injusticia ante la que se prosternaba su cólera de rebelde. Al ver los gitanos a Mari-Cruz, tendida e inmóvil, permanecieron largo rato en silencioso estupor. En el fondo de la gañanía sonaban los sollozos de las mujeres, el murmullo apresurado de un rezo.
Antes se llevaba la administración con una sencillez patriarcal, pero ahora los jornaleros eran quisquillosos y desconfiados. Además, había que marcar bien los días que eran por entero de trabajo, aquellos en que la faena sólo duraba medio día por la lluvia, y los de lluvia completa, en los que la gente se quedaba en la gañanía, comiéndose sus gazpachos sin hacer nada.
Palabra del Dia
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