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Actualizado: 19 de mayo de 2025


Era un hombre pequeño, encorvado, de cabeza blanca, miserablemente vestido, con un sombrero blando, grasiento, de color gris, echado a un lado; un verdadero florentino típico del pueblo. En los mercados lo conocían con el nombre de «Babbo Carlini», según supe después, y las cocineras y sirvientas encontraban placer en hacerlo el blanco de sus travesuras y bromas.

Con Espronceda, Ros de Olano, Enrique Gil y Florentino Sanz asistía al cenáculo del café del Príncipe, amable lugar donde se forjaron algunas de esas queridas narraciones que tanto nos han emocionado en nuestros primeros devaneos sentimentales, cuando pasábamos horas enteras devorando las pintorescas ediciones de Gaspar y Roig.

Gabriel vio a su sobrino el Tato vestido con ropón de escarlata, como un noble florentino, dando golpes en las losas con la vara para asustar a los perros. Discutía con un grupo de pastores de la sierra: hombres negruzcos y retorcidos como sarmientos, con chaquetones pardos y abarcas y polainas; hembras con pañuelos rojos y faldas mugrientas y remendadas que pasaban de generación a generación.

El P. Florentino miró hácia la cama y con gran espanto suyo vió que la fisonomía del enfermo había perdido su espresion tranquila é irónica. Un dolor oculto parecía fruncir sus cejas, en la mirada se leía la ansiedad y sus labios se contraían en una sonrisa de dolor. ¿Sufre usted, señor Simoun? preguntó solícito el sacerdote acercándose.

Algo, ¡pero dentro de poco, dejaré de sufrir! contestó agitando la cabeza. El P. Florentino juntó las manos aterrado, creyendo comprender una terrible verdad. ¿Qué ha hecho usted, Dios mío? ¿Qué ha tomado usted? y tendió la mano hácia las botellas.

Se sabe también que los reyes se complacían en atraer a sus cortes a excelentes pintores extranjeros: don Juan I de Castilla protege a Gerardo Starnina, florentino; don Juan II a Dello; en 1428 viene Juan Van-Eyck; Jorge Inglés trabaja para el Marqués de Santillana, y cuantos autores han estudiado tan interesante materia, hablan de Juan de Borgoña, y citan como envuelta en dudas la misteriosa figura de un Juan Flamenco cuya personalidad nadie ha logrado poner en claro, pues al paso que unos pretenden ver en él al mayor de los Van-Eyck, quieren otros que sea Memling.

Dicen que el Rector que va á venir trae un proyecto-reforma de la enseñanza... espérense un poco, den tiempo al tiempo, estudien que los exámenes se acercan y ¡qué carambas! usted que ya habla bien el castellano y se espresa con facilidad, ¿á qué se mete en líos? ¿qué interés tiene usted en que se enseñe especialmente? ¡De seguro que el P. Florentino opinará como yo! Déle usted muchas memorias...

Queme la carta.» E... e... esta Victorina, ¡esta Victorina! había tartamudeado don Tiburcio; e... e... es capaz de hacerme afusilar. El P. Florentino no le pudo detener: en vano le hizo observar que la palabra cojera querrá decir cogerá; que el español escondido no debe ser don Tiburcio sino el joyero Simoun, que hace dos días había llegado, herido y como fugitivo, pidiendo hospitalidad.

Aquel fuerte ha servido de prision de estado á muchos hombres notables en la historia, y es allí donde Florentino y Dumas han puesto en escena al singular abate Faria en la admirable novela del Conde de Monte-Cristo. Como se ve, la escena que se contempla desde la altura de Nuestra Señora de la Guardia es una de las mas soberbias que puede ofrecer una costa marítima.

¡Es un portento! exclamó; y me admira que hayáis arriesgado por las calles una maravilla tan frágil como ésta. Confieso que fué grave imprudencia. ¡Un frasco de vino, Tita, pero del mejor, del florentino! Sin vuestro auxilio no qué hubiera sucedido. Examinad bien la tez; á mismo me resulta muchas veces demasiado obscura, enrojecida por haberse caldeado los colores, ó pálida y falta de vida.

Palabra del Dia

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