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Actualizado: 14 de junio de 2025
Se detuvo el carro, y poco a poco fue saliendo de la parte delantera otro viejo, incorporándose trabajosamente con las riendas en la mano. Parecía el Padre Eterno. Sus barbas amplias de plata se extendían sobre el pecho y formaban una aureola de blancos vellones en torno de sus mejillas sonrosadas. El labio superior, cuidadosamente afeitado, era lo más limpio de su rostro.
Inmóvil, de pie, sin respiración, sin movimiento, su presencia era un misterio que yo temía turbar. Algunas veces negros presentimientos se extendían sobre mi porvenir como un velo de dolores; y entonces el corazón se me desgarraba.
Tan tupidas y pesadas que parecía que se las pudiera tocar con las manos, las nubes se extendían sobre la llanura. De trecho en trecho se alzaba en el aire cargado de vapor un nudoso tronco de sauce, completamente saturado de humedad, cubierto de gotitas brillantes, colgadas en largas filas de las desnudas ramas.
Aquellas preciosas cabezas de angelitos, que ceñían las arañas; aquellas ventanas, cuyas vidrieras habían desaparecido y que dejaban entrada libre a los mochuelos y otros pájaros, cuyos nidos afeaban las bien talladas y doradas cornisas y que convertían en inmunda sentina el rico pavimento de mármol; aquellos esqueletos de altares despojados de todos sus adornos; aquellos grandes y hermosos ángeles que parecían salir de las pilastras; que habían tenido en sus manos lámparas de plata siempre encendidas y extendían aún sus brazos, mirando aquellas con dolor vacías.
En la vida ordinaria era una buena persona, que hablaba con voz tímida, ceceando lo mismo que un niño, y si su interlocutor le miraba fijamente, apartaba los ojos como avergonzado. Los efectos de su bondad y su sencillez se extendían hasta Europa.
Algo familiarizada Lucía ya con el calor, interesábanle mucho los accidentes de paisaje que a uno y otro lado del tren se extendían.
Cuando las sombras de la noche se extendían sobre Sevilla en aquellos tiempos de la Inquisición y de los monarcas absolutos, era preciso ser hombre de más de mediano valor para atreverse á recorrer solo las calles, la mayoría de las cuales eran estrechas, tortuosas y en las que abundaban las lóbregas travesías, las encrucijadas sombrías y los rincones misteriosos y los pesados arquillos de feísimo aspecto.
Por encima de la carretera que costea oblicuamente la ladera hasta llegar a los dos tercios de la cumbre se veía entonces una casa, rodeada de algunas fanegas de tierra de labor, la alquería de Pelsly, el anabaptista: era un edificio bajo, de tejado plano a propósito para poder resistir los fuertes vientos que en tal sitio combatían; detrás de la casa, hacia la cúspide de la sierra, se extendían los establos y las corralizas de cerdos.
En contraposición a la insignificancia y obscuridad de Fray Miguel, había en el mismo convento otro fraile cuya fama y alta reputación de sabio se extendían por toda la Península y aun trascendían a Italia y a otras naciones. Se llamaba este fraile el Padre Ambrosio de Utrera. No había disciplina ni facultad en que no se le proclamase maestro.
Petra mostró a su señora allá abajo, en la vega, una orla de álamos que parecía en aquel momento de plata y oro, según la iluminaban los rayos oblicuos del poniente. El camino era estrecho, pero igual y firme; a los lados se extendían prados de yerba alta y espesa y campos de hortaliza.
Palabra del Dia
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