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Actualizado: 25 de julio de 2025
En sus cortos momentos de ocio aparecía como hombre sosegado, indiferente, linfático; pero así que tenía las cartas en la mano, o el taco, o las fichas del dominó, adquiría su figura brío inusitado, el rostro se le mudaba, las manos se estremecían como potros refrenados, los ojos expresaban la energía recóndita de su alma. Inspiraba generales simpatías en la población y las cercanías.
Quizá les esperaba el destierro, quizá la cárcel, quizá... ¡Oh! Las damas se estremecían de furor y de espanto, hablando todas a un tiempo, confortando a la víctima con sus consejos y dándose todas al diablo allá en sus adentros, porque era a Currita y no a ellas a quien había tocado la suerte de hacerse sospechosa a la policía y llegar al apogeo de la celebridad de un solo salto.
Había cumplido los cincuenta y ocho años y apenas hacía dos que mi tía había muerto. ¡Mi tía! ¡Ah, el corazón se me parte de pena al recordarla!... Una señora feroz, hija de un mayor de caballería que había servido con Rauch, que había heredado el carácter militar del padre, su fealdad proverbial, un gesto de tigra, y una voz que, cuando resonaba en el histórico comedor de su casa, hacía estremecer a mi tío, y el temblor de la víctima transmitía el fluido pavoroso a los platos y a las copas que se estremecían a su turno dentro de los aparadores al recibir en sus cuerpos frágiles y acústicos el choque de la descarga de terror conyugal.
El triste Octubre prodigaba en laderas y rastrojos amarillas flores, y al soplo del viento que pasaba susurrando, los fresnos se estremecían y dejaban caer las muertas hojas. En el ancho camino el rechinar lejano de una carreta vacía, y orilladas a un vallado de piedras, paso a paso, vuelto el arado doblegadas al yugo y seguidas de los gañanes, media docena de yuntas que volvían de los barbechos.
Y claro está, todas aquellas rosas místicas, oyéndolas, se estremecían en sus cálices y se plegaban tímidamente. Susurrábanse al oído amargas quejas, mas no osaban producirlas en voz alta. D. Miguel era muy capaz de echarlas de la iglesia a coces.
Luego, el servicio; el maitre d'hôtel, inglés, tan rígido sobre su mula como cuando más tarde murmuraba a mí oído: «Margaux, 1868», el chef francés, riendo y dándose cada golpe que las piedras se estremecían de compasión, y por fin, las dos pobres muchachas inglesas, que jamás habían montado a caballo y que miraban el porvenir con horror.
Los inmediatos cañaverales se estremecían agitados por la carrera medrosa de los hombrecillos. Gillespie iba á tenderse otra vez en la arena, convencido de que nadie osaría ya atacarle, cuando sintió que algo se agitaba debajo de uno de sus pies.
Y se estremecían con una emoción religiosa al oir los sonidos del piano y la voz de Elena. Era como la melodía de un mundo lejanísimo que iba llegando á través de las paredes de madera hasta esta muchedumbre simple de gustos, que en punto á música llevaba varios años sin oir otra que la de las guitarras del boliche.
Otros mostraban el hocico elástico y bigotudo, los ojos de reflejo metálico de los felinos: eran los hombres-fieras, que se estremecían, dilatando sus narices, como si percibiesen ya el olor de la sangre.
Todos los días, al amanecer, saltaba de la cama Roseta, la hija de Batiste, y con los ojos hinchados por el sueño, extendiendo los brazos con gentiles desperezos que estremecían todo su cuerpo de rubia esbelta, abría la puerta de la barraca.
Palabra del Dia
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