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En uno de sus desperezos de cansancio, Gillespie había juntado las dos piernas, colocándolas casualmente, con geométrica exactitud, sobre las dos ventanas, lo que creó repentinamente la noche en el interior del salón, precisamente al mismo tiempo que el poeta invocaba la salida del sol.

Y quedó inmóvil y silenciosa con los ojos en lo alto, reflejándose en sus córneas la luz de la luna con una humedad lacrimosa. Rafael veía de vez en cuando agitarse su cuerpo con misteriosos estremecimientos, extenderse sus brazos, cruzándose tras la dorada cabellera con desperezos que hacían crujir la blanca envoltura, poniendo en voluptuosa tensión todos sus miembros.

Llevábase una mano a la espalda para rascarse con dolorosos desperezos, pero sonreía, mostrando su amarilla dentadura de caballo. ¿Habéis visto ustés que güeno ha estao Juan? decía a todos los que le rodeaban . Hoy viene güeno de veras. Al reparar en la única mujer que estaba en el patio y reconocerla, no mostró extrañeza. ¡Usté por aquí, señá Carmen! ¡Tanto güeno!...

Todos los días, al amanecer, saltaba de la cama Roseta, la hija de Batiste, y con los ojos hinchados por el sueño, extendiendo los brazos con gentiles desperezos que estremecían todo su cuerpo de rubia esbelta, abría la puerta de la barraca.

Algunas tardes, cuando en el reloj del estudio daban las siete, ella había dicho tristemente, entre los desperezos de su cansancio amoroso: Marcharme... Marcharme cuando ésta es mi verdadera casa... ¡Ay, por qué no somos casados!... Y él, que sentía florecer en su alma todo un jardín de virtudes burguesas ignoradas hasta entonces, repetía convencido: Es verdad, ¡por qué no somos casados!

Desde la sala en que esperaba entretenido en contemplar las estampas de santos y toreros que cubrían las paredes, oyó Salvador los gruñidos del atleta al ser arrancado de su dulce sueño por la mano áspera y aceitosa del fenómeno. Oyó después imprecaciones y desperezos, y luego una ronquísima voz que decía: Baja a la tienda y tráeme los cigarros que dejé en el cajón grande del mostrador.

Comenzó á vestirse el doctor, después de largos desperezos y una rebusca lenta de sus ropas, entre los libros y revistas que, desbordándose de los estantes de la inmediata habitación, se extendían por su dormitorio de hombre solo.

Jacinta no sabía a quién compadecer más, si a Nicanora por ser como era, o a su marido por creerla Venus cuando se electrizaba. Ido estaba muy cohibido delante de las dos damas. Como la silla en que doña Guillermina se sentó empezase a exhalar ciertos quejidos y a hacer desperezos, anunciando quizás que se iba a deshacer, D. José salió corriendo a traer una de la vecindad.