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En uno de los testeros estaba el gran piano de Erard donde tocaba mañana y tarde el jovencito que había venido con la señora; en otro el espejo de la gran chimenea reproducía con misteriosa indecisión la cavidad adornada de la estancia. Frente al espejo, la abertura de dos cortinas, pesadamente recogidas, dejaba ver una puerta blanca, lisa, puerta en la cual se echaba de menos un epitafio.

Mejor se la puso su mujer en vida. ¡Buen mausoleo tiene don Junípero! ¡Podría ser mejor, que para eso robó bastante cuando fué ministro de Hacienda! ¡Valiente pillo! Fíjate en el epitafio que le han puesto a don Milón, que no fué sino un borrico con herrajes de oro y albarda de plata. ¡Llamar pozo de ciencia y de sabiduría a ese grandísimo cangrejo! ¡Gran zorra fué doña Remedios!

Estas palabras son un digno y generoso epitafio. ¡Ilustre Molière! Ya que un siglo dejó tu cadáver insepulto; ya que un siglo negó á tus cenizas el palmo de tierra, que no se niega á tantos idiotas y á tantos malvados, otro siglo te llama, te hace entrar y te tiene guardado aquí. ¡Qué arcanos tan raros envuelven el destino de la vida!

Carece de epitafio este sepulcro; pero los empeñados en saberlo todo conjeturan que aquellos personajes deben de ser un D. Gabriel de Anaya, que murió en América, y su mujer D.ª Ana, que finó sus días en un convento. La Catedral Vieja es la abuela de Salamanca, como la Universidad es su madre.

Dicen que fué holgazán, errátil e ilusorio, que dejaba secar la tinta en su escritorio. Lo quiso saber todo y al fin nada ha sabido. Y una noche de invierno, cansado de la vida, dejó escapar el alma de la carne podrida y se fué preguntando: ¿Para qué habré venido? Dijeron que se había ahorcado en una hora de locura. Pero este epitafio rimado demuestra lo contrario.

Del sepulcro del duque de Medinasidonia solo existe hoy la memoria en una lápida que hay en la pared al lado del Evangelio, con un epitafio que dice: «Aqui yace D. Enrique de Castilla, duque de Medinasidonia, conde de Cabra, señor de Alcalá y de Mora, hijo del muy alto rey D. Enrique II el Magnífico;» y en la inscripcion de la capilla de la Encarnacion, ó de los Sousas, que dejamos ya reproducida.

Sus huesos protegidos del insulto Descansan bajo rudos monumentos, Y un epitafio pide en verso inculto Un suspiro al viagero, unos momentos. Es su edad y su nombre aquí esculpido Una elegía para el tosco aldeano, Y un texto por el tiempo carcomido Conforta al moralista comarcano.

Una tradición en boca del pueblo, que nadie escucha, y esa gran tumba de héroes sepultada entre olivos, sobre la cual las simbólicas ramas de éstos estampan por solo epitafio: ¡Paz á los muertos! Parecía aquella morada comunicar algo de su gravedad y silencio á la familia del capataz que la habitaba. Era éste un hombre austero; su mujer era callada, y sus hijos tímidos.

Así los siglos y las instituciones caducadas entran como ríos de polvo en el mar de ruinas de lo pasado, que se agita por algún tiempo y se emborrasca, hasta que al fin se asienta y se endurece, se petrifica y queda para siempre muerto. Nada sabríamos de lo que contiene este sepulcro inmenso en que tantas grandezas yacen, si no existiese el epitafio que se llama historia.

La inscripcion del sepulcro dice: Ses manes sont ici; son génie est partout. Yo, al estilo francés, pido mil perdones al poeta que escribió este epitafio. No creo que el genio de Voltaire esté en todas partes, porque aquí no está. Mirado en este mezquino chirivitil aquel enorme personaje histórico, parece pequeño, muy pequeño; muy escaso, muy pobre.