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Actualizado: 11 de junio de 2025


En un drama de Antonio Enríquez Gómez, titulado Engañar para reinar, se desenvuelve la máxima de que, para la consecución del poder, son lícitas las intrigas y engaños más groseros, pareciendo deducirse la consecuencia peligrosa de que, para la satisfacción de las pasiones, no ya sólo del amor, sino también de los celos y de la venganza, todos los medios son buenos; pero en cuanto al amor, es preciso confesar que, por lo común, se considera como un afecto ferviente, no como un capricho frívolo.

Uno de estos fué el capitan Enrique Enriquez de Paz, mas conocido por el nombre de Antonio Henriquez Gomez, vecino de Segovia, caballero del órden de San Miguel, é hijo de otro judaizante portugués llamado Diego Henriquez Villanueva.

El Cojuelo le respondió: Este es el almirante de Castilla don Juan Alfonso Enríquez de Cabrera, duque de Medina de Ríoseco y conde de Módica, terror de Francia en Fuenterrabía. ¡Ay, señor! dijo la Rufina . ¿Aquél nos echó los franceses de España? Dios le guarde muchos años. El y el gran Marqués de los Vélez respondió el Cojuelo fueron los Pelayos segundos, sin segundos, de su patria Castilla.

Es lo primero que he puesto en la lista de encargos que dejo a Enríquez, y para que no se le olvide, siempre que le veo machaco en lo mismo. «Cuidado cómo deja usted de entregar... cuidado, Enríquez... El pico de mi amiga es lo primero». Muy mal le supo a esta tal dilación; pero como la promesa parecía tan solemne y no era mucho esperar al 5 de Agosto, hubo de tranquilizarse.

Frente a nosotros estaba la de Enríquez, con su novio; más allá, la mamá y la tía Etelvina, y en medio de ellas, don Alejandro, más sombrío y ojeroso que nunca. Elenita charlaba por los codos con el pollo Lisardo. Joaquinita y Suárez hablaban, aunque no tan animadamente, allá lejos, cerca de los marineros, y Pepita se encargaba de darnos matraca a todos.

Antes de salir de la estación, ya las de Enríquez la invitaron a ir con ellas aquella noche al teatro. Isabel manifestó que estaba cansada; pero no cedieron, y tanto empeño formaron, que al fin consintió en que la vinieran a buscar después de comer. El coche del conde y el de las de Enríquez los esperaban.

No cabía duda: me estaba mirando. Bajamos de nuevo al pueblo, y advertí que Suárez, por más que hizo, no consiguió emparejarse con ella. Se había cogido del brazo de su tía Etelvina y hablaba animadamente sin hacer caso de él, hasta que, despechado al fin, se acercó a acompañar a una de las de Enríquez. «Bueno va», dije para con viva alegría, que me brotaba a la cara.

Los hombres, por el afectado descuido de su persona y por su desmedida afición al flamenquismo, no son dignos de figurar al lado de ellas. Isabel y sus amiguitas, las de Enríquez, fueron de las últimas en llegar, y se acomodaron en un palco bajo. La condesita estaba radiante de belleza y elegancia.

El salón estaba ya mediado de señoras. Levanté un portier cautelosamente, y vi sentadas en las primeras filas a las de Anguita. Isabel y las de Enríquez estaban un poco más allá. Dejé que se llenase por completo, para que mi aparición hiciese más efecto. Poco a poco, los concurrentes habían ido desapareciendo de los corredores y acomodándose en las sillas del salón, detrás de las señoras.

Al día siguiente me enteré de la hora a que llegaba el tren de Cádiz, y fui a esperar al conde y a la condesita del Padul, prometiéndomelas muy felices. Era la hora de oscurecer. En el andén estaban Pepita Anguita y otras cuatro amigas de Isabel. Dos de ellas eran las de Enríquez, a quienes ya conocía de vista.

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