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Algunos bodegones encendían sus candiles y las puertas volcaban sobre la calzada mortecino resplandor anaranjado. Un viejo sentado a una ventana, con la sien pegada a la reja, miraba al cielo rezando su rosario. En otra ventana, sin luz, era una joven la que rezaba. Su rostro tomaba el tinte ceniciento de la hora y su pupila fosforescía de modo extraño.

Pero la llama de los primeros días no pudo mantenerse; ya no volvió a sentir aquellos arrobos que encendían en la cripta de su alma las lámparas de fuego de que hablaba Fray Juan de la Cruz. La noche de frío y de tinieblas cayó sobre su corazón; la lobreguez y la humedad de su guarida comenzaron a hastiarle; la lectura se le hizo insufrible.

Cruzaban embarcaciones cubiertas de los purpúreos reflejos del sol, a flor de agua se encendían luces, las de los faros, con destellos e intervalos de relámpago, fijas y amarillentas las de los buques fondeados en la rada, resinosas las de las barcas pescadoras.

Del mismo modo que los chinos encienden por la noche una luz en la puerta de su casa, para ahuyentar a los malos espíritus, las casas tenían en la reja de la ventana o en la puerta de calle un manojo de ramas de olivo o de palmas benditas para espantar a los demonios; todos los sitios donde un hombre había sido asesinado, sin darle tiempo de arrepentirse de su vida para salvar su alma, tenían un nicho, en el que encendían velas por la noche los miedosos de las ánimas en pena.

Anduve detrás de mi madre, cogido a su falda, sin dejarla hacer nada, hasta que vino el viejo Irizar, con su traje negro y su sombrero de copa, y me tuve que sentar junto a él en el banco del centro. Poco a poco fueron entrando mujeres vestidas de luto, que se arrodillaban, extendían paños negros en el suelo, desarrollaban la cerilla amarillenta y la encendían.

Y otra vez daba dinero a un sacristán, y se encendían cirios, y pasaba ella las horas contemplando el vacilante reflejo de las rojas lenguas sobre la imagen, creyendo ver en su rostro barnizado, con estas alternativas de sombra y de luz, sonrisas de consuelo, gestos bondadosos que le auguraban felicidad. El Señor del Gran Poder no la engañaba.

Los paseantes abandonaban poco á poco el Malecon para irse á la Luneta, cuya música dejaba oir pedazos de melodías traidas hasta allí por la fresca brisa de la tarde; los marineros de un barco de guerra, anclado en el río, ejecutaban las maniobras de antes de la noche, trepando por las cuerdas ligeros como arañas; las embarcaciones encendían poco á poco sus fanales dando señales de vida y la playa

Surcaban aquella luz ciertas líneas o vetas brillantísimas que parecían de oro o de fuego, las cuales tan pronto se encendían como se apagaban y que cambiaban de lugar corriéndose de un lado para otro. De pronto exclamó el Capitán: ¡Costa allí! ¿Detrás de aquel fuego? preguntó Cornelio. No es un fuego; es una espléndida fosforescencia marina.

A veces, una palabra insignificante que en la calle o en su casa oyera o la vista de cualquier objeto le encendían de súbito en la mente la llama de aquel tema, produciéndole opresiones en el pecho y un sobresalto inexplicable.

Celinina, en sus ratos de mejoría, no dejaba de la boca el tema de la Pascua; y como sus primitos, que iban á acompañarla, eran de más edad y sabían cuanto hay que saber en punto á regalos y nacimientos, se alborotaba más la fantasía de la pobre niña oyéndoles, y más se encendían sus afanes de poseer golosinas y juguetes.