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Actualizado: 4 de mayo de 2025
«Aquí, aquí quiero estar siempre, querido vientecillo. Suéltame, déjame caer» dijo la pluma, desasiéndose de los brazos de su amado conductor, para caer dentro del ataúd. Este se cerró, y el vientecillo, que empezaba á dar revoloteos para sacarla con maña, no pudo conseguirlo, y la pluma quedó dentro. ¿Acabarán con esto tus paseos, oh alma humana? Abril de 1872.
Era esa hora melancólica del crepúsculo vespertino, anticipada por el estado de la atmósfera, y por la niebla que empezaba á tenderse sobre la tierra.
Marta continuaba atenta a su tarea, como si nada tuviese que partir con lo que estaba pasando. No levantó una sola vez la cabeza durante la conversación, ni aun cuando su padre dejó la estancia. Ricardo la contempló fijamente largo rato. La actitud impasible de la niña empezaba a mortificarle.
En realidad no era aquello virtud, sino cansancio del pecado; no era el sentimiento puro y regular del orden, sino el hastío de la revolución. Verificábase en él lo que D. Baldomero había dicho del país; que padecía fiebres alternativas de libertad y de paz. A los dos meses de una de las más graves distracciones de su vida, su mujer empezaba a gustarle lo mismito que si fuera la mujer de otro.
Iba pasando con los dedos las hojas de un libro, puesta en ellas la vista descuidadamente, como si el pensamiento y la voluntad estuvieran muy lejos de aquellas páginas, que no bastaban a detener el vuelo caprichoso de sus antojos femeniles. En sus hechiceras facciones empezaba a desaparecer la frescura que es el aliento misterioso de la vida.
Pues bien, las volveré a meter si tú me lo mandas. Yo no puedo hacer nada que te disguste... Te quiero demasiado para ello... Poco se conoce. ¿Pues? Cuando se quiere a las personas, se las viene a ver... No ha sido por falta de voluntad... Estos días he tenido muchísimo que hacer dijo él, relamiéndose interiormente por el triunfo que empezaba a vislumbrar.
Su imaginación volaba, volaba hacia el Escorial. ¡Qué feliz había sido allí siempre! ¿Por qué había tomado tanto empeño en venir a Madrid? Esta ciudad empezaba a causarle miedo. Jamás en su vida se había hallado tan humillada y tan inquieta.
Empezaba el verano; y la fresca brisa, puro soplo del inmenso elemento, les proporcionó un goce suave en su romería. El fuerte de San Cristóbal parecía recién adornado con su verde corona, en honra del alto personaje, a cuyos ojos se ofrecía por primera vez.
Chirriaban carretas en los caminos; bandas de muchachos correteaban por los campos ó daban cabriolas en las eras, pensando en las tortas de trigo nuevo, en la vida de abundancia y satisfacción que empezaba en las barracas al llenarse el granero; y hasta los viejos rocines mostraban los ojos alegres, marchando con mayor desembarazo, como fortalecidos por el olor de los montes de paja que, lentamente, como un río de oro, iban á deslizarse por sus pesebres en el curso del año.
Sólo unos criados permanecieron junto al cuerpo del cosaco, tendido de bruces, viendo respetuosamente cómo se agitaban por última vez sus piernas, cómo se iba vaciando lentamente por el cuello, cómo se extendía una mancha negra en la nieve, que empezaba á azulear bajo la lividez del alba.
Palabra del Dia
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