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¡Y qué humildemente vestida y peinada está! añadió la Esfinge al soltar de su mano la tarjeta. ¡Y qué dulzura de semblante y qué mirar de Niño-Dios! dijo don Santiago desde el hueco donde estaba embutido ya. Ángel sintió en su pecho cuatro porrazos seguidos y tremendos, uno por cada exclamación, que le retumbaron en la cabeza. Pero aquellos golpes no le dolían ni le incomodaban.

Fernando creyó morir entre la alfombra y los muelles del diván incrustados en su espalda. El calor era sofocante en este encierro, lejos del ventilador y de la brisa que entraba por el tragaluz. Apenas quedó acoplado en tal in pace, sintió que le dolían todas las articulaciones y que su pecho se aplastaba contra el entarimado como si fuese a romperse.

Pero un día de mucho calor, ¡castigo de Dios! pasó junto a un río y le entraron ganas de darse un baño. En el agua flotaban dos caballos muertos, cosa mala. Al salir del baño le dolían los ojos: a los tres días era ciego.

Lo decían, : oíalo ella, no con los oídos, sino con los ojos, y aunque los huesos le dolían de cansada, corría a la acequia a llenar la regadera y bautizaba a aquellos pilluelos, que bajo la ducha saludaban agradecidos. Sus manos temblaban muchas veces al cortar el tallo de las flores.

La sonrisa que contraía mi rostro desde que me presentara a él era tan extremosa, que ya me dolían las mandíbulas. De buena fe creía que me había explicado perfectamente y que no quedaba nada por decir. Así que me dejó estupefacto la respuesta del cura. Pero vamos a ver, ¿qué tengo yo que partir en todo eso?

No pudiendo ya resistir aquella inquietud, se despertó y se dio cuenta al punto de que tenía dolor de muelas. Entonces era un dolor franco y claro, muy violento, un dolor agudo e insoportable. Y no se podía ya comprender si lo que le dolía era la muela de la tarde anterior o las demás contiguas a ella. Toda la boca y toda la cabeza le dolían, como si estuviese mascando millares de clavos ardiendo.

Cualquier tonadilla de los pianitos de ruedas que van por la calle le gustaba y la conmovía más. Olimpia tocaba con fe y emoción, presumiendo que el espejo de los críticos la oía desde la calle. Cuando concluyó, estaba rendida, sudorosa, le dolían todos los huesos y apenas podía respirar. Ni siquiera tenía aliento para dar las gracias por las flores que todos le echaban.

Mortificábase con la duda de si el antojo del vestido blanco habría ofendido la memoria de aquel hombre a quien en el fondo de su corazón llamaba padre, y le dolían, con violento dolor, las crueles palabras que acababa de oír sobre la condenación de don Manuel. Toda su alma estaba sublevada de indignaciones porque la culpasen a ella de aquella condenación posible.

Pero sus palabras resonaban noche y día en sus oídos, le perseguían, le dolían como crueles latigazos. Conocía algunos razonamientos de los herejes; aquellos que los libros de teología traían, y que el autor, con la autoridad de los Santos Padres, refutaba siempre victoriosamente. Sabía de la existencia de los racionalistas, pero sus noticias eran deficientes y vagas.

No dió el emperador por entonces crédito á los Genoveses, creyendo que eran quimeras fingidas de su maldad y envidia, nacida desde que pusieron los Catalanes el pié en Grecia. La y juramento prestado de los Catalanes tambien lo aseguraba; pero respondióles que agradecia su cuidado, y lo que se dolian de los trabajos de los Griegos.