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Actualizado: 11 de julio de 2025


Desde allí dominábamos toda la ciudad, el puerto hasta la punta de la atalaya, y el mar. Veíamos, a lo lejos, las lanchas cuando entraban y salían, y por delante de nuestra casa pasaba la diligencia de Elguea, que se detenía en la fonda próxima. En el mirador central de esta casita nuestra, transcurrieron los primeros años de mi infancia.

En realidad sólo podía ser vista por dos de los cuatro policías de la Presa que había colocado don Roque cerca de la casa, para evitar que se reuniesen grupos, como el día anterior. La gente parecía haber olvidado por el momento la antigua vivienda de Pirovani. Nadie se detenía ante ella y resultaba inútil la precaución del comisario.

Y se lo atizó todo, de cabo a rabo, sin omitir letra, articulando correctamente las sílabas en voz baja a estilo de rezo. Ningún tropiezo le detenía en su lectura, pues cuando le salía al encuentro un latín largo y oscuro, le metía el diente sin vacilar.

El pobre labrador, agobiado por una existencia de fiebre y demencia laboriosa, quedábase en los huesos, encorvado como un octogenario, con los ojos hundidos. Aquel gorro característico que justificaba su mote ya no se detenía en sus orejas; aprovechando la creciente delgadez, bajaba hasta los hombros como un fúnebre apagaluz de su existencia.

Liette pasaba largamente la inspección y se detenía en los menores detalles, muy orgullosa de aquel guapo oficial que era su hijo de elección. Hoy, que no necesitas atenerte a la ordenanza, quiero hacerte un regalo le dijo.

Ya no se indignaba: parecía aterrado por las palabras de Luna. ¡Gabriel!, ¡hijo mío! exclamó . Eres más verde de lo que yo creía. Piensa en dónde estás; fíjate en lo que dices. Estamos en la Iglesia Primada de las Españas.... Pero Luna había tomado impulso al remover sus recuerdos históricos y no se detenía, arrastrado por su ardor de propagandista.

La anciana se levantaba para ir a sus quehaceres, y al pasar detrás de nosotros se detenía y nos acariciaba; a , estrechando mi frente entre sus manos; a ella, dándole una palmadita en cada mejilla. Un campanillazo solía poner término a nuestra conversación. Era que tía Carmen llamaba. ¿Dónde está mi Angelina? ¿Qué hace mi Angelina que no viene? Entonces iba yo a saludar a la enferma.

Además, el arsénico rebaja la fiebre, abre el apetito, facilita el sueño, restablece las carnes y no perjudica el efecto de los otros medicamentos, ayudándolos algunas veces. El señor Le Bris había pensado muchas veces en tratar a Germana por este método, pero un escrúpulo bien natural le detenía. No estaba seguro de salvar a la enferma y aquel diablo de arsénico le recordaba a la señora Chermidy.

Al pasearse se detenía algunas veces junto á su mesa, donde estaba abierta una caja de pistolas. Había pasado una parte de la tarde limpiando estas armas ó contemplándolas pensativo, como si su vista evocase lejanos recuerdos. Cuando olvidaba las pistolas miraba una fotografía puesta sobre la misma mesa y que era la de su madre. Esta contemplación humedecía sus ojos.

Antes de amanecer, otra vez al carruaje, otra vez a los caminos desiertos, temerosas de los ladrones. Solíamos pasar por algunos pueblos. El coche se detenía, bajábamos para ir a la fonda, comíamos, y vuelta a caminar. Un día mi mamá se quejó diciendo que le dolía la cabeza. Tenía fiebre, y fué preciso quedarnos en un pueblo, en un mesón.

Palabra del Dia

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