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Actualizado: 8 de junio de 2025
Mi amiga, al pronunciar la última frase de la leyenda del puente, cuyo nombre del suspiro se debe sin duda á las flores que crecen á su alrededor, vertió una lágrima á la memoria de Hasay, lágrima que se deslizó al blanco teclado del piano, sobre el que maquinalmente apoyaba sus dedos.
Subió después a la biblioteca, donde un clérigo, hermano de su abuelo, que pasó por sabio en vida, había dejado gran copia de libros, y comenzó a devorarlos. Leyó a Platón, a Descartes, a Santo Tomás, a Fenelón, etc. Se hizo sabio. Pero al entrar la luz de la ciencia en su espíritu, también se deslizó la duda. ¡Qué tormentos tan crueles le causó!
La cabeza de la muerta se deslizó y golpeó el suelo... ¡Roberto, hijo mío! gritó el anciano precipitándose hacia él. Este, con los ojos muy abiertos, paseaba en su derredor una mirada vidriosa; parecía no haber vuelto en sí todavía. De repente descubrió uno de los brazos de Olga que, en el momento en que el cuerpo resbalaba hacia un lado, se había atravesado sobre su pecho.
El interpelado calló. Sin inmutarse en lo más mínimo, el señor Tomás se deslizó en la abierta fosa, entablando un interrogatorio más decidido. ¿Ha tropezado usted alguna vez en su profesión con un tal Carlos Tomás? ¡El diablo se lleve a Tomás! replicó el enterrador fríamente. Si no tenía religión creo que ya lo habrá hecho respondió el viejo, trepando fuera de la tumba.
El Duque se enamoró de ella como un loco: hizo que uno de los más enfadosos poetas de aquel tiempo escribieran unas estrofas amatorias, que el joven apasionado deslizó suavemente en la mano de Salomé á la salida de un baile. Sentimos no tener á mano estas estrofas, porque son un documento notable y digno de ser conocido. En prosa neta contestó la joven; pero no fué menos expresivo su estilo.
Apenas le vio caído Sancho, cuando se deslizó del alcornoque y a toda priesa vino donde su señor estaba, el cual, apeándose de Rocinante, fue sobre el de los Espejos, y, quitándole las lazadas del yelmo para ver si era muerto y para que le diese el aire si acaso estaba vivo; y vio... ¿Quién podrá decir lo que vio, sin causar admiración, maravilla y espanto a los que lo oyeren?
Una sombra de mujer surgió entre los arbustos espesos que flanqueaban el camino. Se detuvo, miró con desconfianza hacia todos los lados, trató de penetrar con la mirada la obscuridad gris y se deslizó lentamente hacia la casa del guarda.
La Nela se deslizó intrépidamente, poniendo su pie sobre las zarzas y robustos hinojos que tapaban el abismo; y sosteniéndose con una mano en las asperezas de la peña, alargó la otra hasta pillar el rabo de Lili, con lo cual le sacó del aprieto en que estaba. Acariciando al animal, subió triunfante a los bordes del embudo.
Sacó de su bolsillo el reloj y lo deslizó prestamente en las manos del muchacho, quien, confuso por tan inesperado presente, permanecía aturdido y no sabía qué decir; en sus ojos azules y grandemente abiertos se leía a la vez su inquietud, su enternecimiento y también el temor de herir el amor propio de ese hombre extraño que acababa de darle tan reales pruebas del más profundo afecto: «Es un original pensaba Simón, pero tiene todo el aspecto de un hombre honrado... No hay que darle pena rechazando lo que de tan buena gana ofrece...»
Y yo, el barón de Hanckel de Ilgenstein, modelo de dignidad y de circunspección, me deslizo a cuatro pies detrás de ella, por esa abertura poco más grande que la boca de un horno. Sí, señores; ahí tienen ustedes lo que le hacen hacer a uno las mujeres.
Palabra del Dia
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