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Porque los señoritos de la villa poquísimas veces descendían á bailar con las menestralas en un paraje abierto. Lo demás se encargó de hacerlo el niño alado de la venda. Manolo Uceda pertenecía á una familia distinguida de Medina, aunque sin mucha hacienda.

Sin duda. ¿Queréis verle? Cuanto antes. ¿Hay algún peligro tal vez? ¡Yo me hallo perfectamente! Vamos, por lo pronto, a casa de Romagné. Un cuarto de hora después nuestros dos personajes descendían a la puerta de los señores Taillade y Compañía, en la calle de Sèvres. Una amplia muestra, fabricada con trozos de cristal azogado, indicaba claramente el género de industria a que se dedicaba la casa.

Desde mucho antes caminaban los madrugadores por la azulada penumbra de la cubierta, saludándose al paso y comunicándose noticias de la noche anterior. Algunos, vestidos con pijamas o medio desnudos bajo un largo gabán, descendían del gimnasio y se deslizaban rápidamente en busca de sus camarotes. Aparecían las primeras señoras, yendo tras breve paseo a arrellanarse en los sillones.

La impresión que sintiera al verla por primera vez había sido tan fuerte, que de pronto no había podido darse cuenta de toda su hermosura. ¿Consistía su mayor seducción acaso en la gracia lánguida y casi vacilante de su cuerpo alto y delgado, o en la pureza de las líneas del gracioso rostro, de la frente tersa como si fuera obra de un escultor, coronada por copiosos cabellos negros que le descendían en dos bandas por las sienes y la daban un parecido con la Virgen, o en la dolorosa dulzura de la mirada, en la expresión profunda de una alma ansiosa?

¿Yo qué ? contestaba el rústico. Y guiándose por las palabras incomprensibles de la doncella, añadía con gran convicción: Será alguna fransesa... Una fransesa rica. Volvió Rafael a seguir con la vista las dos sombrillas que descendían la pendiente como insectos de colores. Disminuían rápidamente.

Y los soldados descendían de los automóviles en el mismo margen de la batalla, haciendo fuego así que saltaban del estribo. Todos los hombres que sabían manejar el fusil los había lanzado Gallieni contra la extrema derecha del enemigo en el momento supremo, cuando la victoria era aún incierta y el peso más insignificante podía decidirla.

Aleteaban en los extremos más sombríos las aves negruzcas que descendían de noche al templo por los agujeros de la bóveda. Como puntos fosfóricos brillaban en la obscuridad los ojos de los mochuelos. Los murciélagos, asustados por la luz, volaban torpemente, rozando con sus alas las caras de los dos jóvenes.

Los menudos pies, montados en altos tacones, vacilaban doloridos cada vez que descendían de la acera al arroyo empedrado con guijarros desiguales. Por esto se apoyaba con fuerza en Ojeda, haciéndole sentir del hombro a la rodilla el adorable y firme contacto de su cuerpo. Volverás, Fernando murmuraba . Se lo he pedido... a quién sabes, y así será.

¡Qué pesados e insoportables me parecieron los días de navegación de Tien-Tsin a Tung-Chou, en barcos chatos que apestaban como el olor y suciedad de los remeros; ora a través de las tierras bajas inundadas por el Pei-hó, ora a lo largo de pálidos e infinitos arrozales; cruzando aquí una lúgubre aldea de loma negra, allá un campo cubierto de flores amarillas, topando a cada momento con cadáveres de mendigos, hinchados y verdosos, que descendían al fondo del agua, bajo un cielo fosco y bajo!

Algunos de ellos tanto descendían en sus aspiraciones, que tocaban con las ramas á la tierra formando glorietas naturales, frescas, sombrías, mullidas. Á pesar de los esfuerzos inauditos que el sol había hecho durante todo el día para templar sus ardores en la frescura del césped, éste se hallaba todavía húmedo.