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Actualizado: 22 de mayo de 2025


El presidente, siempre con la campanilla en la mano, inquieto y vigilante cuando hablaba alguien de las oposiciones, descansaba ahora con los ojos entornados y la cabeza en el respaldo del sillón, dormitando con la confianza de un director que no teme desafinaciones.

Mientras las manos trabajaban poniendo en orden los bártulos, el cerebro tampoco descansaba, saltando por encima de los sucesos del verano, o lo que es igual, por los varios y poéticos lances de su amoroso devaneo. Y observó con cierta sorpresa que su corazón estaba más ligado de lo que presumía a la hermosa y sencilla aldeana. ¡Cosa más rara!

Sus ojos estaban bajos como avergonzados, mientras su barba fina descansaba abatida sobre su pecho jadeante. ¿Qué podía yo decir? ¿Qué habrían dicho ustedes? Me quedé silencioso.

La noche anterior había intervenido en una discusión sobre «la filosofía de lo maravilloso», y aunque con la certeza de que esto no podía reportarle ningún beneficio positivo y los periódicos no le dedicarían más allá de una línea, descansaba satisfecho de su tarea.

Luis encontraba cada vez más simpático a aquel buen señor, de trato tan llano a pesar de sus millones, y que lloraba a su mujer más aún que él. Durante la noche, cuando la enferma descansaba bajo la acción de la morfina, los dos hombres, compenetrados por aquella velada de sufrimientos, conversaban en voz baja, sin que en sus palabras se notara el menor dejo de remoto odio.

Pendientes de la ancha charpa, de cuero también, que ceñía su cintura, había un revólver a un lado y al otro lado un enorme cuchillo de monte. En la mano derecha cubierta de guante de gamuza, tenía una escopeta de dos cañones, que descansaba en el suelo y sobre la cual se apoyaba. Por bajo, había un rótulo que decía: al ir a caza de tigres.

Era el mismo cuadro que se le representaba, acosándola, en el teatro: la pálida cabeza del enfermo descansaba sobre las almohadas, y la blancura del lecho resaltaba bajo las cortinas caídas. En un rincón, débilmente iluminado por una lámpara baja, Juan escribía.

Sènto, por consejo del maestro, se tendió entre dos macizos de geranios a la sombra de la barraca. La pesada escopeta descansaba en la cerca de cañas apuntando fijamente a la boca del horno. No podía perderse el tiro. Serenidad y darle al gatillo a tiempo. ¡Adiós, muchacho! A él le gustaban mucho aquellas cosas; pero tenía nietos, y además estos asuntos los arregla mejor uno sólo.

Meses antes, al llegar con el otoño la terminación de la temporada de corridas, el espada había tenido un encuentro en la iglesia de San Lorenzo. Descansaba unos días en Sevilla antes de irse a La Rinconada con su familia. Al llegar este período de calma, lo que más agradaba al espada era vivir en su propia casa, libre de los continuos viajes en tren.

Manolito Dávalos descansaba, en efecto, en actitud sombría y melancólica, sin que le hubiesen impulsado a levantar la cabeza los dichos de su amigo. Al oirse nombrar la alzó con sorpresa y mal humor. Si te encontrases en mi posición, qué poca gana tendrías de bromear, Rafael! dijo exhalando un suspiro.

Palabra del Dia

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