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Lo del «amontonamiento» ocurrió sin darse cuenta; fue resultado de su compañerismo para defenderse de la miseria. Isidro debía respetar al albañil como a un padre. La había querido más que el otro... el legítimo. Lo demostraba su silencio desesperado, el gesto de dolor con que la veía tendida en la cama del hospital.

Tenía sobre la ventaja de hablar castellano bien, y se valía de ella para humillarme. Es una idea estólida y mezquina, muy frecuente en España, creer que se demuestra superioridad burlándose de una persona ingenua con frases de doble sentido que dejan estupefacto al que ignora su significado. Don Matías demostraba así su superioridad.

¡No vivía allí! sin embargo, yo no me había equivocado; era la misma casa. Salí dudando, y miré a los balcones del cuarto principal. Allí estaba la muestra, la antigua muestra del colegio, una Minerva coronando a una niña. Sin embargo, allí no vivía doña Gregoria. El acento con que la criada me había contestado, demostraba claramente que no la conocía.

El mirar penetrante de sus ojos parecía, al fijarse en las cosas, querer arrancarlas la enseñanza que de ellas brota; nunca se le cansaba la boca de preguntas, ni los oídos de respuestas: en cambio, la impaciencia que demostraba para interrogar se le trocaba en calma para oír.

Ferpierre admitía, pues, que la joven fuera partidaria del amor libre, pero, sin embargo, este amor debía ser correspondido, debía fundarse sobre una sinceridad, sobre una fidelidad, siquiera temporal, de que Zakunine era incapaz, como lo demostraba su pasado.

Los tres se esforzaron en convencer al indiano de que ni aquélla ni ninguna otra joven podría resistir mucho tiempo si él se decidía a estrechar el bloqueo. Paco aludía además de un modo vago y misterioso a cierto dato que él poseía, el cual demostraba hasta la evidencia que los desdenes de la chica eran pura comedia, alardes de vanidad para hacerse valer.

De Pas nunca dejaba de ser el Magistral; pero demostraba, sin más que moverse, sonreír o mirar, que el prebendado, sin dejar de serio, podía ser hombre de sociedad como cualquiera. Uníase esta gracia a las cualidades físicas de que estaba adornado, a su fama de hombre elocuente, de gran influencia y de talento, y, como decía la marquesa de Vegallana, «era un cura muy presentable».

Lo cierto era que la Gorgheggi no amaba a su tirano y le había sido infiel de todo corazón desde la primera vez; pero al verse vendida, le dolió el orgullo; creía que Mochi estaba loco por ella, y cuando advirtió que era cómplice de sus extravíos, lo cual demostraba que no había tal pasión por parte del tenor, se sintió más sola en el mundo, más desgraciada, y experimentó el despecho de la mujer coqueta que, sin querer ella, desea que la adoren.

Porque al lado de una enferma joven o vieja, fea o hermosa, demostraba una solicitud amable, una especie de galantería intermedia entre el respeto y el amor. El mismo no ha sabido explicarse jamás la naturaleza de este sentimiento, pero todas las mujeres sienten por él una simpatía benévola que puede llevarle muy lejos.

Estas particularidades realzaban ante sus ojos el drama de su corazón y reforzaban la energía con que se decía que la posición más deslumbradora no la decidiría a aceptar por marido un hombre cuya conducta demostraba el poco caso que hacía de su propia reputación.