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No seas bárbaro: Fedra querrás decir. Lo mismo me da Fedra que Pancrasia. Ya he dejado ese asunto ... eso no es nuevo. Ahora lo que conviene es un asunto patriótico. Eso me gusta. Al fin me decidí por los gracos.... Amigos, qué hombres eran aquellos! A ver dijo el Doctrino. Léenos algo de esos grajos. Debe ser cosa graciosa.

La brisa ligera hacía temblar los maizales de Izarte; alguna golondrina, sola, como despavorida, pasó por el cíelo y se perdió en la extensión del espacio. Pensé en lo que sería mejor. Me decidí a esperar a que pasara cerca alguna trainera.

Pero comprendí que estos amigos y estas amantes no merecían ni aun los honores de la farsa. Acabé por hastiarme y pensé en el suicidio. El hastío es la modorra del espíritu, su condensación, su no hay más allá; su mortaja, su ataúd, su pulvis es. Un hombre hastiado es un muerto que anda; un muerto que en vez de apestar a los vivos es apestado por ellos. Me decidí por el suicidio.

Debo confesarle también algo que me humilla, porque quiero que usted lea en mi alma como en un libro abierto. Yo me decidí á hablar á usted de amor, no porque me inspirara desde el punto en que la vi una pasión loca, sino por motivos de vanidad; porque me lisonjeaba ser amado de una dama hermosa y celebrada en el mundo cortesano.

Ya sabes lo que pasó. Yo vacilé entre Arturo Esquilón y él; al fin me decidí por Esquilón, que ya había terminado la carrera. Y el otro, hijita, se quedó soltero, triste, aplanado; para él no había otra. ¡Me conmueve y arranca lágrimas esta fidelidad!... Me lo explico, Margarita. Buen mozo, y tiene porvenir en la política. ¡Hijita, te da por los políticos! Creo que habla muy bien.

Y como estaba convencido de que el mundo no podía sentir la más leve emoción por mi retirada, ni había llegado a enterarse de que existo, recogí los bártulos que yo titulaba ideales, me decidí a comer, y aprovechando ciertos bombos dados por en los periódicos a la casa Dupont, me metí en ello para siempre, y no puedo quejarme.

Si yo hubiera sido pobre, me hubiera afanado por adquirirle, para tener un día el placer de estrechar las manos de muchos amigos y ser estrechado entre los brazos de muchas amantes. Pero como era rico, me encontré en posición de entrar en el mundo de las afecciones por la puerta principal desde el momento en que me decidí a ser hombre de mundo. Y tuve amigos y amantes... a docenas.

Me decidí, pues, á dejar ignorar á la señorita de Porhoet, un descubrimiento cuyas consecuencias me parecían ser muy problemáticas y me limité á remitir el título al señor Laubepin. No recibiendo contestación alguna, no tardé en olvidarlo en medio de los cuidados personales que me abrumaban entonces.

Estaba persuadido de que si la cordobesa que yo pintase no era un tipo sui generis, era porque yo no sabía pintar lo que estaba viendo de un modo claro. Me decidí, pues, desde entonces a hacer esta pintura, confesando con ingenuidad que, si no sale original y nueva, la culpa será mía y no del modelo. Una cosa me turba aún y dificulta mi propósito.

Un domingo de invierno, por la tarde, al anochecer, no por qué me decidí a dejar la diligencia de San Fernando y a quedarme en Cádiz. Había en el muelle esa tristeza de domingo de los puertos de mar. No me sentía alegre, sino agresivo, con gana de hacer una brutalidad cualquiera. Entré en una tienda de montañés, pedí pescado frito y vino blanco. Comí y bebí en abundancia.