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Actualizado: 14 de mayo de 2025


Aun me sostuve algunos días más; pero semejante alejamiento constituía un orden de cosas negativo que podía durar indefinidamente sin resolver nada decisivo. Por fin me decidí a forzar la situación. Corrí a casa de Magdalena: estaba sola.

Finalmente, por consejo de Matildita, y no viendo en realidad otro medio de salir de aquella situación, me decidí a avistarme con el capellán de las monjas y, contándole el caso, procurarme su protección.

Se me ocurrieron dos cosas: una, la prudente, el ir a ver a don Ciriaco y pedirle consejo; otra, la que más halagaba mi vanidad, escribir diciendo que acudiría a la cita. Me decidí por lo último. Había entre los marineros de la Bella Vizcaína un chico de Cádiz, a quien llamaban el Morito, porque había estado en Tánger y solía llevar con frecuencia un fez rojo en la cabeza.

Pues bien; costase lo que costase, decidí resistir; era nuestro deber, y me dije: «¡La vida no vale nada sin honor!... ¡Muramos todos, si es preciso; pero no se dirá nunca que hemos entregado el camino de Francia! ¡No, no; nunca se dirá eso

Si en la mano lo tuviese, hubiera hecho intervenir en el asunto a la autoridad civil. Pero no siéndome posible, me decidí a buscar a Paca. ¿Dónde? Yo, que había estudiado matemáticas, historia de España, patología interna y tantas otras cosas inútiles, ¡no sabía dónde vivía Paca! Renegué cien veces de mi imperdonable abandono, de mi descuido para aprender cosa de tan reconocida necesidad.

La ley se ejecutó, y hoy está aun en vigor; aquí todo explicado. De Venecia regresé á Milan deteniéndome en Verona: ya he hablado de esta ciudad. En Milan visité de nuevo la catedral, y teniendo que volver á Suiza sin atravesar los Alpes por el peligroso y encantador paso del San Gotardo, decidí dirigirme á Turin, para entrar en Suiza por el Monte Cenis y la Saboya: así lo ejecuté.

Sus hijos y su suegra, aunque sin gritar tanto como ella, vertían también abundantes lágrimas. Al oir este coro desgarrador, los tres marineros apretaron el paso, los vecinos de la calle salieron á sus balcones, y yo me decidí á seguir á mis conocidos hasta el desenlace de la escena, cuyo principio había presenciado.

Por supuesto que era absolutamente innecesario que dicho señor perdiera las dos manos, pero como no me gustaba nada su manera de interpretar Beethoven, decidí cortar el mal de raíz; y perdóneme esta ligera plaisanterie. Por aquel tiempo conocí a Matilde. No recuerdo si fué en un baile en el palacio de la Princesa Dorodinski, o si fué en las carreras de caballos.

Palabra del Dia

bagani

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