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Actualizado: 14 de mayo de 2025
¡Ni más ni menos...! Es posible que fuera por asustarme nada más, porque la bala quedó incrustada en el techo... pero de todos modos... ¡Ya lo creo que de todos modos! En fin, decidí escaparme. Realicé a la callandita casi todo mi dinero y lo envié en letras a Europa.
En el viaje que yo fuí de grumete naufragaron una porción de barcos, y más de cincuenta hombres de aquella costa se ahogaron. No había para mí porvenir de ninguna clase en el país; no tenía dinero, y antes de que viniese la odiosa quinta, decidí ir a Brest o a Saint-Malô, con intención de pasar a Inglaterra y embarcarme para América.
Propúsome ir en coche, mas considerando la traza no muy apetitosa del vehículo que me ofrecía, y con el deseo, propio de todo viajero, de ver y enterarme bien del aspecto y situación del pueblo en que me hallaba, decidí emprenderla a pie.
Por lo tanto no quise alojarme en el principal hotel de la localidad, que a pesar de ser malo era caro, sino que busqué más modesta vivienda. Después de recorrer varias fondas, decidí aceptar la habitación que en su casa me brindaba cierta viuda, mediante muy reducido estipendio.
Una mañana, meditando sobre esta lamentable situación, ocurrióseme la idea de consultar a las tres personas que me era dado ver todos los días: Juan el quintero, Petrilla y Susana. Como esta última había vivido en C *, decidí que sus apreciaciones debían de estar basadas en una gran experiencia y por consiguiente la dejé para postre.
Lo primero que se me ocurrió caminando a casa fue marcharme al día siguiente sin ver a nadie ni despedirme. Pero después consideré que debía hacerlo, por lo menos, de Isabel y su padre, a quienes debía hartas atenciones, y me decidí a ir a esperarlos al día siguiente a la estación.
Me acometió un impulso de arrojarme sobre aquel hombre soez. No dudo que el poeta lo hubiera hecho, por más que llevaba noventa y nueve probabilidades contra una de que el clérigo le aplastase; pero el hombre práctico que en mí reside me hizo ver inmediatamente los gravísimos inconvenientes de aquel acto, que daría muy bien al traste con todos mis planes, y me decidí a tomar el sombrero y salir.
Pero antes de adoptar ningún plan definitivo decidí acostarme con el fin de que el sueño amansase mi furor, teniendo por bueno aquel proverbio que dice que «la noche es buena consejera». Y así debe ser en efecto, porque al otro día me levanté completamente tranquilo; aquellos planes sanguinarios de la víspera, se habían trocado en resoluciones mucho más parlamentarias, y yo me resolví a aguardar la noche para llamar a su puerta, y una vez que me abriese arrojarme a sus pies, y repetirle verbalmente lo que ya le había dicho en mi carta.
Durante algún tiempo me sostuve como pude un el pueblo; pero ya, últimamente, lo pasaba tan mal, y me daba tal vergüenza deber algunas mensualidades en la posada, que decidí marcharme y buscar en cualquier parte una colocación honrosa. D. Oscar escuchó con atención mi relato.
»Fiel a un plan que me había propuesto, me decidí a escribirle secretamente a Teobaldo, al obispo de Nola, al cardenal de Bibbiena; y comprendí que debía todos esos títulos a la amistad y protección de Carlos. Sin prevenirle ni darle conocimiento de lo que quería de él, le rogaba que fuese lo más pronto posible, porque tenía que pedirle un servicio de mucha importancia.
Palabra del Dia
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