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Fernando no tuvo tiempo para reflexionar sobre aquel extraño acontecimiento, porque, en aquel instante, abriose una puerta dorada, y la camarera mayor de la Reina anuncio a Su Majestad María Teresa, que apareció apoyándose en el brazo del cardenal Bibbiena, confesor del Rey.

¡Dios le perdonará esta falta! exclamó Juanita, ¡y Carlos también! ¡Que venga si quiere verme viva! Y mientras el anciano apresuraba su marcha vacilante, Juanita, que se creía haber recobrado su alma y su energía, trazó algunas palabras, rápidamente, en un papel que entregó a Fernando, diciéndole: Esta carta para el cardenal Bibbiena.

»Fiel a un plan que me había propuesto, me decidí a escribirle secretamente a Teobaldo, al obispo de Nola, al cardenal de Bibbiena; y comprendí que debía todos esos títulos a la amistad y protección de Carlos. Sin prevenirle ni darle conocimiento de lo que quería de él, le rogaba que fuese lo más pronto posible, porque tenía que pedirle un servicio de mucha importancia.

Se había fracturado un brazo en su caída; su cabeza, que había chocado contra un pico de la roca, sangraba horriblemente. ¿Qué hacer en tan terrible posición? Comenzaba a amanecer y me dirigía apresuradamente al castillo en demanda de auxilio para él, cuando encontré en el camino una berlina, y en ella un gran señor que volvía de casa de usted; era el cardenal Bibbiena.

Pero la abadesa de Santa Cruz no tenía facultades para dispensarle esta gracia, y la joven experimentó un gran pesar; pero concibió alguna esperanza cuando supo que el cardenal Bibbiena debía honrar la ceremonia con su presencia y que oficiaría en la misa.

¡Ingrato le dijo; sólo en este instante has tenido confianza en tu amiga! ¿Dudabas de su amor y has olvidado los días dichosos que pasamos juntos en las playas de Sorrento?... Juanita se detuvo al ver aproximarse a Fernando seguido del cardenal Bibbiena.

Buscando el modo de triunfar de la obstinación de Isabel, Fernando quiso ir a Madrid en busca de Carlos y del cardenal Bibbiena, en la seguridad de que sólo ellos podrían vencerla. Tenía ya Fernando decidida su marcha, cuando tropezó con un nuevo obstáculo que hacía inútil su viaje. El duque de Carvajal, su padre, hízole saber su resolución de no consentir su matrimonio con Isabel.

Iba a pasar suntuosa procesión; era el cardenal Bibbiena, que se trasladaba a la iglesia donde debía celebrar. »Véale, véale me dijeron, mostrándome su dedo adornado magníficamente de oro y pedrería. »Fijé mi vista sobre el santo ministro que echaba su bendición al pueblo arrodillado ante él. »¡Teobaldo! exclamé.