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Actualizado: 11 de junio de 2025
Rigurosamente cierto: Voltaire hizo lo que todos; lo que aquel filósofo positivista que al terminar una conferencia negando la existencia del alma, anunció la próxima, diciendo a su auditorio: «el sábado, si Dios quiere, demostraré que no hay Dios». Por lo visto, eres todo un creyente dijo Ricardo. Yo sí, ché; ¿para qué negarlo?
Aquellos libracos, que había leído con avidez para hacerse todo lo sabio posible, a fin de preparar la educación del hijo, le habían producido, en suma, una indigestión intelectual de negaciones. No era creyente... ni dejaba de serlo. Había cosas en la Biblia que no se podían tragar.
No era que allí no tuviera ninguna influencia, pero la tenía en los menos. Cierto que cuando allí la creencia pura, la fe católica arraigaba, era con robustas raíces, como con cadenas de hierro. Pero si moría un obrero bueno, creyente, nacían dos, tres, que ya jamás oirían hablar de resignación, de lealtad, de fe y obediencia. El Magistral no se hacía ilusiones. El Campo del Sol se les iba.
La religión y la mujer quieren al hombre todo entero: una para creer, nos ciega; otra para amar, nos ofusca: ambas transigen con el olvido antes que con la indiferencia, y para ellas en el menor desfallecimiento hay perjurio, en la más pequeña falta de entusiasmo hay engaño. Ya no volveré a verla. Creyente o renegado, no debe existir para mí.
Le busco en el abismo de mi alma; pero mi pensamiento se cansa y se asusta atravesando soledades infinitas sin llegar nunca a donde él reside. Si yo no hubiese dejado de ser creyente, tendría mi confesor, quien lo sabría todo. No necesito consejo. El consuelo es imposible. Sin embargo, este peso que me oprime el corazón se aligeraría comunicando con Dios por medio de un ser humano.
Para un hombre lleno del espíritu del siglo XVIII, alimentado con la lectura de los enciclopedistas, creyente en Dios, pero hablando siempre de la naturaleza, no hay que exponer aquí cuán horrible aparecía el sacrificio de la hermosura, de la vida, del brío juvenil, sintiendo ya sin duda fervorosamente el amor y reclamándole, en aras de un sentimiento misterioso, de un objeto, á su ver, impalpable y hasta incomprensible.
Doña Mercedes evitaba las visitas á la princesa. Su sencillez de buena creyente la hacía sentir miedo por las reinas que duran siglos y por aquellos salones obscuros con muebles viejos que parecían palpitar á impulsos de una vida misteriosa. Prefería la conversación plácida y saludable con los sacerdotes mantenidos por ella.
El hombre dijo que no iba a pasar se atrevió, sin embargo, el malacara, que en razón de ser el favorito de su amo, comía más maíz, por lo cual sentíase más creyente. Pero las vacas lo habían oído. Son los caballos. Los dos tienen soga. Ellos no pasan. Barigüí pasó ya. ¿Pasó? ¿Por aquí? preguntó descorazonado el malacara. Por el fondo. Por aquí pasa también. Comió la avena.
Hombre manso y cristiano ante todo, muy devoto y muy creyente, dulce de maneras por lo general, y bastante bravo por lo particular cuando el caso lo permitía, don Eleazar de la Cueva era una especie de astrólogo para sus negocios, porque todos ellos participaban de ciertas formas nigrománticas, llenas de misterio, y se preparaban por procedimientos análogos a los que en lo antiguo se empleaban para buscar la piedra filosofal.
Por eso se explica que al oponer su robusto pecho á las bayonetas de nuestros soldados, lejos de temer por la vida, hacen esfuerzos titánicos entre los espasmos de la agonía para romper las filas de aquellos. Y procuran conseguir, ante todo, la muerte de un cristiano, porque con ella tienen por seguro alcanzar los placeres con que brindan al creyente las hermosas huríes de su soñado paraíso.
Palabra del Dia
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