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Actualizado: 15 de mayo de 2025
Hizo la crítica de los vestidos que llevaban varias niñas el día del premio del «Jockey Club». Parece que Clotilde se presentó con un sombrero un tanto estrambótico. Me preguntó si la había visto. Y como le dijera que no, exclamó al punto: «Era un sombrero ¡digno! de verse». ¿Y Carlitos Nuezvana, ¿estuvo muy espiritual? Ese me habló de modas masculinas.
Todos estábamos ansiosos por ver el resultado: la opinión corriente era que el drama ofrecía poco de particular; pero como Clotilde había puesto en el desempeño toda su alma, teníase como seguro un gran éxito.
¿Y le mandó los padrinos, D. Jerónimo? preguntó el estudiante del doctorado. ¡Silencio, silencio! exclamó un tertulio aquí llega Clotilde. La simpática actriz apareció efectivamente en la puerta, y sus grandes y tristes ojos negros que resaltaban bellamente debajo de la blanca peluca a lo Luis XV, sonrieron con dulzura a sus fieles amigos.
El poeta, arrellanado en una butaca, con el brasero delante, dirigía la escena en la forma dictatorial que pudiera hacerlo García Gutiérrez o Ayala: una mirada suya bastaba para ruborizar o poner pálida a Clotilde: los demás no protestaban por respeto a ella.
Y separando nuevamente los brazos que le aprisionaban y sonriendo sarcásticamente, retrocedió algunos pasos y se fue. Clotilde le miró estupefacta: después cayó desmayada en el diván.
En otro grupo se comentaba una gran fiesta dada últimamente. Mi sobrina Lucía preguntó: ¿Estuvieron las de García Nájera, Clotilde y Sofía? No entraron en el marcador respondió el joven Evaristo. Aludiendo al noviazgo fracasado de otra señorita, dijo Raúl, uno de los más frívolos de mis invitados: «Esa carrera no se corre».
Y sale del cuarto seguida de su doncella, que le lleva recogida la cola, una espléndida cola de raso color crema. ¡Cada día va estando más linda esta Clotilde! dice el estudiante del doctorado, dejando escapar un imperceptible suspiro. D. Jerónimo da una enorme chupada al cigarro y queda envuelto instantáneamente en una nube de humo.
Ella en nada desmereció a sus ojos, siguió pareciéndole tan digna de ser querida como antes; nada viturable halló en su conducta; había amado a un hombre que la despreció por otra, ni más ni menos... Allí la traidora, la digna de censura era Clotilde.
Nuestro joven, a quien llamaremos Inocencio, recogió no poco mohíno su manuscrito y estuvo algún tiempo sin dar cuenta de sí; mas al fin, sin duda después de haber meditado profundamente, se presentó cierta mañana en casa de Clotilde. Excuso decirles a ustedes que llevaba el manuscrito debajo del brazo.
Tal era el aspecto de la estancia una noche en que doña Carmen y Julia debían velar a Clotilde.
Palabra del Dia
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