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Actualizado: 25 de junio de 2025
Ejecutada la hazaña, a puntapiés mandó los tristes restos a las esquinas de la habitación, de la cual se retiró sin volver atrás el rostro. Tabaco picado A los pocos días supo Amparo en la Granera, convento laico donde nada se ignora, que Chinto andaba pretendiendo ingresar en el taller de la picadura.
La vida ciudadana le había enseñado que un cuerpo humano no puede tomarse todo el espacio por suyo, antes necesita ceñirse a que otros cuerpos transiten por los mismos lugares que él. Chinto dejaba, pues, más hueco, se recogía, no se balanceaba tanto.
Admirábale a él, rudo y tardío de eloquio como suele serlo el aldeano, la facilidad y rapidez con que la pitillera se expresaba, la copia de palabras que sin esfuerzo salían de su boca. Si lo que experimentaba Chinto era enamoramiento, podía llamarse el enamoramiento por pasmo.
A eso de un cuarto de hora más tarde volvió el soldado de la ciencia a presentarse y pidió agua para lavarse las manos.... Mientras Chinto buscaba torpemente una jofaina, la madre, llorosa, temblando, preguntaba nuevas.
Chinto, al ver a las muchachas, se paró de pronto, y soltando el mango de la cuchilla, y sacudiéndose el tabaco, como un perro cuando sale de bañarse sacude el agua, se les acercó todo sudoroso, y con un sobrealiento terrible: Aquí se trabaja firme... dijo con ronca voz y aire de taco. Se trabaja... prosiguió jactanciosamente, y se gana el pan con los puños.... ¡Se trabaja de Dios, conchas!
Amparo sí que solía empujar a Chinto, y no por vía de halago, bien lo sabe Dios, sino de pura rabia que le tuvo siempre. Si pudiese leer en el alma del paisano, adivinar cómo le hervía la sangre al acercarse a ella, le hubiera cobrado asco amén del odio inveterado ya. Para Amparo, hija de las calles de Marineda, ciudadana hasta la médula de los huesos, Chinto era un ilota.
Alguna duquesa confinada en oscuro pueblo, después de adornar los saraos de la corte, debe sentir por los señoritos del poblachón lo que la pitillera por Chinto. Enfadábale todo en él: la necia abertura de su boca, la pequeñez de sus ojos, lo sinuoso y desgarbado de su andar, su glotona manera de comer el caldo.
Consumíase la pobre mujer presa en su jergón, penetrada súbitamente de la ternura que sienten las madres por sus hijas mientras estas sufren la terrible crisis que ellas ya vencieron.... Chinto se encontraba allí, semejante a un palomino atontado.... Entró la comadrona donde la llamaba su deber, y el mozo y la vieja se quedaron tabique por medio, ayudándose a sobrellevar la angustia de la tragedia que para ellos se representaba a telón corrido.... La tullida maldecía de su hija que en tal ocasión se había puesto, y al mismo tiempo lloriqueaba por no poder asistirla.
Desde el día de su entrada vestía el traje clásico de las cigarreras: el mantón, el pañuelo de seda para solemnidades, la falda de percal planchada y con cola. Preludios Tardó Chinto en aclimatarse: mucho tiempo pasó echando de menos la aldea. Dos cosas ayudaron a distraer su morriña: un amolador, que se situaba bajo los soportales de la calle de Embarcaderos, y el mar.
Autorizada, sin duda, por tan buenas intenciones, la paralítica disponía de Chinto cual de un yerno. Una vez, cuando empezó a escasear el dinero, rogole «que fuese por seis cuartos de azúcar para la cascarilla a la tienda de la esquina, que ya le pagaría». El mozo salió y volvió con un cucurucho de papel de estraza henchido de azúcar moreno; del pago no se habló más.
Palabra del Dia
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