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A veces también pasaban trenes tan lentos como el nuestro, cargados con grandes barcas, donde los soldados würtembergueses, amontonados como en una carroza alegórica, cantaban barcarolas a tres voces, al huir ante los prusianos.

36 Y decía: Abba, Padre, todas las cosas son a ti posibles; traspasa de este vaso; mas no lo que yo quiero, sino lo que . 37 Y vino y los halló durmiendo; y dice a Pedro: ¿Simón, duermes? ¿No has podido velar una hora? 39 Y volviéndose a ir, oró, y dijo las mismas palabras. 40 Y vuelto, los halló otra vez durmiendo, porque los ojos de ellos estaban cargados; y no sabían qué responderle.

Pero he aquí que ¡por todos los santos del paraíso! mientras que estáis agarrados a la borda, se abre de pronto una escotilla y os encontráis frente a la nariz con una docena de anchos esmeriles cargados hasta la boca de balas, clavos y lingotes que, como usted puede suponer, hacen un fuego del infierno y matan por lo menos a las tres cuartas partes de sus hombres.

4 Porque asimismo los que estamos en este tabernáculo, gemimos cargados; porque no querremos ser desnudados; antes sobrevestidos, consumiendo la vida a lo que es mortal. 8 mas confiamos, y querremos más peregrinar del cuerpo, y ser presentes al Señor. 9 Por tanto procuramos también, ausentes, o presentes, agradarle;

Metiéron en la máquina á Candido y á Cacambo: dos carneros grandes encarnados tenian puesta la silla y el freno para que montasen en ellos así que hubiesen pasado los montes, y los seguian otros veinte cargados de víveres, treinta con preseas de las cosas mas curiosas que en el pais habia, y cincuenta con oro, diamantes, y otras piedras preciosas.

Ni debajo del toldo espeso de los castaños de Indias, ahora cargados de anchas hojas y penachos blancos, podía Ana respirar una ráfaga de aire fresco. Su pensamiento quería elevarse, volar al cielo, pero el calor, de unos 30 grados, que en Vetusta es mucho, le derretía las alas al pensamiento y caía en la tierra, que ardía, en concepto de Ana.

Acordóse de Ben Zayb para pedirle noticias, mas, al encontrarle armado hasta los dientes y sirviéndose de dos revólvers cargados como de pesa-papeles, Quiroga se despidió lo más pronto que pudo y se metió en su casa, acostándose so pretesto de que se sentía mal. A las cuatro de la tarde ya no se hablaba de simples pasquinadas.

Durante un rato largo pudo conseguir reprimirse, haciendo para ello titánicos esfuerzos. Enrique tenía fijos en él sus ojazos saltones cargados de ira, adivinando perfectamente lo que le andaba por dentro. Si levantaba la vista y veía aquel rostro mocoso, más feo aún por la cólera, estaba perdido.

Y se aleja con el conde hacia el Palacio, donde pasará el resto de su vida como en una cárcel. Lubimoff se fija en dos soldados italianos que le contemplan desde la acera del «queso». Son dos bersaglieri vestidos de gris, con sombreritos redondos cargados de plumas de gallo.

Robustos, cargados de espalda, con la cabeza inclinada como signo de perpetua esclavitud y miseria, vélaseles pasar lentamente con su traje de paño burdo, estrecho pañizuelo arrollado a las sienes, y entre éste y el abierto cuello de la camisa el rostro rojizo, agrietado y lustroso, con espesas cejas y ojillos de inocente malicia.