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Actualizado: 5 de junio de 2025


Todos estaban pálidos, con los labios descoloridos, los ojos brillantes y un temblor homicida en las manos. El peligro arrostrado y la certeza de que por fin eran dueños de una ciudad les enloquecía. Las puertas de los edificios caían a culatazos.

Y para replicó el médico, no hay mejor argumento en apoyo de mi tesis que esa misma indignación. Era para descargar su propia conciencia del peso que la aplastaba, por lo que arrojaba a tu madre todas las piedras que le caían bajo la mano. Lo que la empujaba era el miedo de su propia culpabilidad. ¿Y esa noble resolución de renunciamiento que había tomado pocos días antes?

¡Boum! ¡Boum! exclamaba, y con el rostro excitado por la refriega y el puño cerrado por la ira militar, caían los enemigos deshechos por las metrallas y por las bombas, y don Pío, como un Murat, se levantaba jadeante, triunfante, sublime en el campo de la acción. Había en el colegio un chicuelo que se llamaba Martín Roll, que era la piel del diablo.

En una noche sombría del mes de Febrero, volví á ver las murallas macizas de nuestra antigua morada, destacándose sobre una capa de escarcha que cubría la campiña. Un cierzo destemplado y frío soplaba por intervalos; los copos de nieve caían como las hojas secas de los árboles de la avenida y se posaban sobre el suelo húmedo, con un ruido débil y triste.

Yo quiero que se acuerden de la pobre Laura, pero sin sospechar nunca por qué se puso anémica y por qué murió..." Adriana y Carmen no pudieron seguir. Las lágrimas les anegaban los ojos y caían sobre las páginas del manuscrito. Las dos se pusieron a sollozar. Oyeron un ruido de pasos ligeros que se acercaban. Apareció Laura.

Caían anonadadas y temblorosas ante su ardor senil, en las frondosidades de los huertos, en los almacenes de naranja, o al anochecer, al borde de un camino, las vírgenes apenas salidas de la niñez, casi calvas, con el pelo untado de aceite, el pecho liso y los miembros enjutos, tristes, con una delgadez de muchacho, bajo las sucias faldas de la miseria.

En aquel telón había racimos de dátiles colgados de una percha; puntillas blancas que caían de un palo largo, en ondas, como los vástagos de una trepadora, pelmazos de higos pasados, en bloques, turrón en trozos como sillares que parecían acabados de traer de una cantera; aceitunas en barriles rezumados; una mujer puesta sobre una silla y delante de una jaula, mostrando dos pajarillos amaestrados, y luego montones de oro, naranjas en seretas o hacinadas en el arroyo.

Instintivamente, movida por el dolor, se agarró también á los rubios pelos de la hilandera, y durante algunos minutos se las vió á las dos encorvadas, lanzando gritos de dolor y rabia, con las frentes cerca del suelo, arrastrándose mutuamente con los crueles tirones que cada una daba á la cabellera de la otra. Caían las horquillas al deshacerse las trenzas.

Una apatía, una pereza invencible comenzó a postrar como un ensalmo sus miembros y su espíritu, hasta hacerle pasar la mayor parte del día tendido en la cama del anacoreta, ocupado en contar los hoyuelos de la roca o las gotas de agua que caían de las vertientes.

El techo se había hundido; las dos plataformas, ya casi destruídas, caían a pedazos, y los bambúes, consumidos en su extremidad superior y en su punto de apoyo, se venían al suelo con gran estrépito. ¡Ya era tiempo! exclamó Cornelio . Pocos minutos más, y hubiéramos caído al suelo medio quemados, desde una altura de cincuenta pies.

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