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Actualizado: 30 de junio de 2025
La más horrible desgracia del mundo es sentirse impotente, no ya para demostrar la realidad de un hecho en el que una cree como en Dios, sino para discutir, siquiera, su posibilidad. Estamos hace dos años anonadadas bajo el peso abrumador de la condena.
Marchaban al paso, tímidas, anonadadas, haciendo comentarios en voz baja, siguiendo de lejos a una compañera infeliz que, retorciéndose y gritando como una fierecilla en el cepo, era arrastrada por un alguacil.
Las niñas apoyaron a la mamá con gesto de aprobación. Era verdad, muy cursi; y las tres emprendieron una retirada desastrosa, anonadadas, vencidas, como si acabasen de sostener una batalla con la consideración pública, quedando derrotadas y maltrechas.
Caían anonadadas y temblorosas ante su ardor senil, en las frondosidades de los huertos, en los almacenes de naranja, o al anochecer, al borde de un camino, las vírgenes apenas salidas de la niñez, casi calvas, con el pelo untado de aceite, el pecho liso y los miembros enjutos, tristes, con una delgadez de muchacho, bajo las sucias faldas de la miseria.
Palabra del Dia
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