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Actualizado: 20 de junio de 2025


»Dijo que había pensado en apelar a un remedio que luego le pareció demasiado fuerte, y lo desechó, para recurrir a otro, que más tarde le pareció insuficiente. Por eso pedía la ayuda de sus colegas, confesando que se veía reducido a la impotencia, detenido ante la insuperable valla que constituye el límite de la ciencia humana, imposible de salvar.

» ¿Qué interés le inspira a usted la enferma? le preguntaron sus colegas. » Ahora ya pueden saberlo ustedes: ¡esa enferma contestó el pobre padre, es mi hija! »No pude resistir más, y entrando en el despacho fui a arrojarme en sus brazos. »Todos se retiraron entonces silenciosamente, salvo uno que se acercó al padre de Magdalena, cuando éste alzó la cabeza.

Uno de mis colegas que presta servicio en el ejército del Africa, ha visto sacrificar en los mataderos vacas curadas de la tisis y que habían vivido muchos años con un solo pulmón en muy mal estado. A esta autopsia quería referirme yo.

Sólo deseaba una cosa: dormir. «Como he respirado demasiado tiempo el aire frío...», se dijo, bostezando. El otro, en el espejo, también bostezó. Guardó la navaja, apagó la lámpara y las velas y se dirigió a la alcoba. No tardó en dormirse, hundida en la almohada la faz, aquella pobre faz, que al día siguiente haría reír a todos: a sus colegas, a sus discípulos, a su mujer y a él mismo.

Tartamudo declaró su amor; y viéndole Almona inflamado, le pidió el perdon de Zadig. ¡Ay! respondió él, hermosa dama, con toda mi ánima se le concediera, mas para nada valdria mi indulgencia, porque es menester que firmen otros tres de mis colegas.

Sus explicaciones del Antiguo y Nuevo Testamento, todos los lunes y viernes, atraían a la iglesia a los más doctos seglares de la ciudad y a muchos estudiosos de los conventos. ¡Y qué controversista! Ninguno de sus colegas de Cabildo podía seguirle a través de sus primos y secundos, de sus ergos y distingos.

Quería parir con el milagroso comadrón popular, a quien jamás se le moría ninguna cliente. Damas y mujeres del pueblo tenían más fe en aquel hombre que en San Ramón. Las que morían, morían siempre en poder de los tocólogos sin prestigio sobrenatural. El comadrón insigne sabía llamar a tiempo a sus colegas.

Y añadía furioso el Rojo: ¡Di: a la oreja! ¡tísica o te baldo! ¡A la oreja! ¡a la oreja! El Ratón se vio acosado por todos sus colegas que se le colgaron de las orejas. ¡Zurriágame la melunga! volvió a gritar la madre, y los pillos se dispersaron otra vez. En aquel momento el Magistral se acercó a la niña. La madre dio un grito de espantada.

Confiole a Ramiro, sin rodeos, las sordideces y mezquindades de aquella asfixiante existencia de sacristía, y díjole el furor y la insólita crueldad con que todos sus colegas se habían ligado en contra suya cuando se trató de ofrecerle una silla episcopal. Los muy bellacos y alicortos decía barruntan que apenas el águila se encarame y pueda hender el espacio, volará muy alto, muy alto.

Pensando en lo que había de decir á mis colegas cuando me viese entre ellos, y en el modo mejor de explicarles la causa del fracaso, crucé la plaza del Rey y entré en la calle de las Infantas. La noche era espléndida y bastante templada. Llevaba abierto el gabán y caminaba lentamente gozando con voluptuosidad de la temperatura, del cigarro y de la seguridad de ver pronto á mi familia.

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