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Actualizado: 30 de junio de 2025
Un viaje de treinta y ocho días... El príncipe no quiere... Pocas veces se verá esto... Es el primer sable de Siberia. El jardín estaba cubierto de nieve. Aún era de noche, y la luna fugitiva lo iluminaba con unos rayos diagonales, extendiendo desmesuradamente la sombra de los árboles. Más de cien hombres formaron dos masas negras en los bordes de una avenida.
Hubo un siglo en que fue la reina de los mares, hubo un tiempo en que manaba en oro, en que miraba cubierta su bahía de buques de cien naciones que codiciaban su riqueza: engalanóse entonces, levantó en sus plazas templos y palacios; y, sin embargo, nada, casi nada le queda ya tampoco de aquellos dias felices, de aquella época brillante.
Pero noten ustedes cómo en medio de lo ridículo del caso resalta siempre la soberbia y la insolencia del clero... ¡Siempre disponiendo de los rayos celestes, como si Dios les hubiera dado a ellos la llave!... Eso es insufrible, y cien veces lo he dicho y lo repetiré otras ciento: la dureza y la intransigencia del clero es lo que está carcomiendo la Iglesia de España.
Es el sello de nuestras ferias y romerías: el sonido de las tarrañuelas de cien y cien bailadores á lo alto, al compás de las panderetas que tañen las mejores mozas del lugar. Sigamos.
-A eso -dijo Sancho-, no sé qué responder, sino que el historiador se engañó, o ya sería descuido del impresor. -Así es, sin duda -dijo Sansón-; pero, ¿qué se hicieron los cien escudos?; ¿deshiciéronse?
Esto es poco y angosto todavía; y si has de moverte dentro de ello, tienes que pasar cien veces por un mismo sitio y codearte a cada paso con unas mismas personas. Dime otra cosa...: debe de haber mucha gente tronada de la nuestra, con ese vivir en perpetuo despilfarro, sin apego a ninguna ocupación seria...
Tal parecia como si escuchásemos el sublime, el inefable concierto del Sinay. Ya percibíamos la armonía de coros de voces infinitamente finas, infantiles, como si cantasen cien querubines invisibles desde las profundidades áereas de un mundo beatífico; ya sentíamos la queja lastimera, el gemido amante y profundo, el susurro vago, casi imperceptible, como un soplo del zéfiro.
Suponiendo que la poblacion avecindada y la flotante suba á millon y medio de almas, que ciertamente no bajará, creo que á cada quince personas podria tocar un carruaje: creo que en Paris no hay menos de cien mil carruajes de todas matrículas y cataduras. Hablando solamente de los coches públicos, puedo asegurar que he llegado á ver hasta el número once mil y tantos.
«No nos abandone usted, señor doctor le dijo angustiadísimo . Hemos de estar con cien ojos... Hay moros por la costa... ¿Qué es eso? Que aunque parece que no habla, habla, sí, señor; hoy a las doce estuvo aquí una mujer que la viene persiguiendo hace días... Es un dragón, ¿me entiende usted?... Pues Isidora charló largamente con ella.
¡Tiros! dijo el Presidente, ¿a que estamos ganando una batalla sin saber una palabra?... No corremos ese riesgo entró gritando el portugués; sálvense Vuestras Excelencias, sálvense: aquí quedo yo, que soy portugués y basto para cien casteçaos. Os perdono dijo entonces volviéndose a los que ya entraban, os perdono, casteçaos; daos, que no os quiero matar.
Palabra del Dia
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