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Alguna palabra suelta, suspiros y lamentaciones del pobre enfermo, eran la única expresión verbal de aquella triste escena, más elocuente cuanto más callada. El médico vino al fin. Cándida, no quiso dejarle de la mano hasta entrar con él en la casa. Era un viejo afable, de la escuela antigua, excelente diagnosticador, tímido para prescribir, y según se decía, poco afortunado.

«¡Diez mil reales! murmuró Rosalía mirando al suelo y contando las sílabas como si fueran monedas . Con la quinta parte tendría yo bastante». Diga usted; D. Francisco... indicó Milagros con animación, dando a entender que el bendito Bringas debía de tener ahorros. ¡Cállese usted por Dios! Si mi marido supiera... replicó la otra aterrorizada . Estas cosas le sacan de quicio. ¿Y Cándida?...

Casas, palacios, chozas, árboles y cielo, vuelven a mirarse con ansia y con amor en el líquido espejo de las aguas, velado antes y empañado por el frío. La cándida diadema que ciñe las cimas de los montes se derrite, aumentando las corrientes cristalinas. Los árboles, desnudos del verde follaje, brotan de improviso frescos pimpollos y renuevos lozanos, vistiéndose de tiernas y relucientes hojas.

Las distracciones e incongruencias de la de Tellería podían traducirse así: «querida amiga, llame usted a otra puerta». ¿A qué puerta?, ¿a la de Cándida?

¿Para qué te ocupas...? Me ha olido a estofado de vaca... No me lo niegues... Ahora, más que nunca, hay que apelar a las tortillas de patatas, a las alcachofas rellenas, a la longaniza, y si me apuras, a asadura de carnero, sin olvidar las carrilladas. Si te fías de Cándida y le encargas la compra, pronto nos dejará por puertas.

Montalvo tiene, como todos los americanos, latinos y no latinos, una calidad buena, si bien por su exageración peca á veces de sobrado cándida y aun llega á prestarse á la burla; la manía de imitar á los europeos, superándolos y eclipsándolos.

La cándida niña de Luzmela, con un espontáneo movimiento de humanidad, corrió a estorbarle el «suicidio», y aquella fué la primera vez que él miró a la muchacha con detención y de cerca. La encontró muy hermosa; toda su materia se estremeció, y al entregarle el cuchillo sin la menor resistencia le sobó las manos groseramente.

¡Ay!, ese maldito trabajo... Bien te lo dije, bien te lo decían todos... Pero eso pasará... Rosalía estaba más muerta que viva... No le ocurría nada. La pena la ahogaba. Cándida, procediendo con más calma, empezó a tomar disposiciones. «Sentémosle en el sofá... Ahora convendría llamar al médico».

D. Melchor sabía hacer algunos juegos de manos; D. Peregrín Casanova sazonaba la tertulia con salerosos cuentos; Cándida recitaba admirablemente al piano varias fábulas morales; por último, el P. Joaquín tocaba, rascando los dientes con las uñas, cualquier pieza musical, y remedaba el grito del gallo con tal perfección que cualquiera le confundía con este bípedo. Aquella noche no hubo música.

Junto a la Huerta del Obispo, un camino bordeado de almendros atraía todas las tardes a Isidro y Feli. Paseaban cogidos del talle entre los árboles, que extendían sobre sus cabezas una bóveda de flores. Sus corolas rojas, inflamadas, parecían abrirse para saludarles. Míralas decía Feli ; son boquitas que nos sonríen, que quieren hablarnos. Maltrana aceptaba esta cándida afirmación de la muchacha.